El Correo-MIQUEL ESCUDERO

Como tantos otros ciudadanos, nunca he militado en un partido político. En mi caso, me vence el rechazo a tener que callar en público lo que pienso o lo que pueda decir en privado; otra cosa es la discreción (no digo todo lo que pienso, pero lo que digo lo pienso).

Tampoco soporto verme empujado a hacer de palmero de un líder, por más recompensas que pudiera recibir a cambio. Los partidos, tengan la ideología que digan tener, están controlados por profesionales del poder, un aparato que expande sus tentáculos por la organización con peones sin muchos miramientos. En democracia, esta práctica genera mediocridad y distintos tipos de corrupción; son serias pérdidas para las posibilidades de progreso de una sociedad.

Siempre me he sentido más próximo a los partidos liberales, en la línea que une el liberalismo progresista con la socialdemocracia. Por definición, los liberales tendrían que ser los más respetuosos con la discrepancia interna y no abundar en la autocomplacencia como suele pasar en nuestros pagos. Por honradez y por inteligencia, un hombre de Estado debe saber dudar en público, y no vendernos humo o el retablo de las maravillas. Como decía el filósofo Julián Marías, «liberal es el que no está seguro de lo que no puede estarlo» y el que entiende que la concordia ha de prevalecer aunque no haya acuerdo.

Nunca me he desentendido del todo de los asuntos políticos, me atraen y tengo claro que hay que intervenir en ellos, de un modo u otro y hasta cierto punto. No podemos ser indiferentes o permanecer apáticos ante las decisiones que nos van a afectar; en caso contrario, perdemos el derecho a la queja. ¿Qué se puede hacer entonces si decidimos no militar en un partido político? Siempre tenemos la posibilidad de votar o de hacerlo en blanco, pero también podemos discurrir y reflexionar sobre los asuntos públicos y compartir nuestras opiniones con quienes nos quieran atender.

Vamos allá. Dentro de un mes volveremos a tener elecciones; no se trata tanto de infantilismo o inmadurez de los partidos, como de una falta de vergüenza generalizada: ¡cuánto se enreda, cuánto se miente y engaña, cuánto se amenaza e insulta, cuánto se cambia de parecer en función de la demoscopia!

Por otro lado, la sentencia del ‘procés’ está a punto de ser conocida. Se han juzgado hechos tan graves como que unos cargos públicos (por electos que fueran) derogasen la Constitución y el Estatut; un golpe de Estado incruento y fallido. A todo esto, Cs ha promovido una moción de censura contra Torra. Es la cuarta registrada en el Parlament: la primera fue en 1982, promovida por el PSUC; la segunda en 2001, Maragall (PSC) también contra Pujol; la tercera, en 2005, fue retirada por el PP antes de debatirse. Ninguna prosperó. Esta vez, tampoco. Sólo obtuvo el respaldo de Cs y PP; el PSC se abstuvo, pues según Iceta «Torra es el problema, pero Cs no es la solución». De hecho, Torra supera a Puigdemont en extremismo, tensa el estado emocional de la ciudadanía y la excita, alienta en público (no solo en privado) los acosos de los CDR, y regaña a los Mossos si reprimen sus ataques. Es un auténtico desastre. No se olvide que Pedro Sánchez se refirió a él de modo contundente: «Por primera vez hay un racista en la Generalitat y por ello estaremos vigilantes». Las palabras se las lleva el viento de la incoherencia.

Rivera y Arrimadas asistieron como espectadores a la moción. Los malos modos y los bandazos del primero le descalifican como político para siempre; bien que lo siento, pero es lo que creo. El desengaño ha sido de órdago, Rivera carece de autoridad moral para encabezar el partido de la ciudadanía. Mientras no deje de ser el partido riverista, Cs será un fiasco sin paliativos. Esta moción de censura ha llegado tarde y sin crédito para ofrecer soluciones reales a los ciudadanos ni ilusionarlos.