IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÏS
- Cada vez que la democracia española se ha esforzado por ensancharse y dar cabida incluso a aquellos que en su momento la negaron, los resultados han sido positivos para el país
Las personas de cierta edad recordarán el programa de televisión sobre seguridad vial La segunda oportunidad: se abría con las imágenes de un coche que, lanzado a toda velocidad, se estampaba contra una piedra enorme en medio de la carretera, momento en el cual saltaba una voz de fondo que decía aquella famosa frase de “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Más o menos como el nutrido grupo de intelectuales derechistas que, durante la campaña de las elecciones catalanas, firmaron un manifiesto en el que pedían que no se votase al candidato del PSC, Salvador Illa. Han vuelto a darse un golpe contra la piedra, pero no por ello se cuestionarán sus graníticas convicciones. El lector puede encontrar los nombres de los firmantes en internet (son los sospechosos habituales, más la incorporación estelar de Antonio Resines).
El manifiesto en cuestión afirma, entre otras muchas cosas, que los socialistas, “bajo la promesa de ‘pasar página’ o ‘recoser heridas’, se han limitado a apoyar todas las demandas de los que intentaron acabar con nuestras libertades mediante el pretendido referéndum del 1 octubre de 2017 o la declaración unilateral de independencia”. ¿Todas las demandas? ¿En serio? Además, acusa a Salvador Illa de situarse fuera de la Constitución por apoyar el modelo lingüístico vigente en Cataluña y la ley de amnistía. Termina pidiendo el manifiesto que no se vote a quienes “quieren que España deje de formar parte del selecto club de democracias avanzadas”. Naturalmente, no se refieren a Vox, sino al PSC. Vox, como algunos de estos intelectuales han dicho en declaraciones varias, sí es un partido “constitucionalista”. El PSC, no.
Este asunto del manifiesto no pasaría de ser una anécdota si no fuese porque la repetición inmisericorde de sus ideas ha acabado siendo dominante en los partidos y medios de las derechas y en buena parte de la opinión pública. Se trata, en pocas palabras, de defender la tesis de que España y su democracia se enfrenta a poderosos enemigos que quieren destruirla y que, por ello mismo, no queda más remedio que dar una batalla frontal contra los mismos. Es la política de la confrontación. La única manera de librar a España de los peligros que la acechan pasa por vencer a los otros, a los antiespañoles.
La visión confrontativa de la política tiene grandes ventajas. Viene acompañada por un sentido épico de la misma: en un lado están los resistentes, quienes defienden la pureza de unos principios (una nación de ciudadanos libres e iguales, por utilizar su frase favorita) frente a sus enemigos existenciales, que propugnan el privilegio, el particularismo y el odio a todo lo español. Planteadas las cosas de este modo, quienes no se encuadran en el bando de claridad moral aparecen inevitablemente como unos traidores (“felones”) dispuestos a aliarse con sus enemigos con tal de llegar al poder o permanecer en él.
Lo malo para quienes propugnan este planteamiento esquemático es que la realidad suele ser más compleja y no funciona como ellos pretenden. Por más que los propios acontecimientos desmientan sus rígidos esquemas, ellos, sin embargo, erre que erre.
Pensemos en el problema catalán con un mínimo de perspectiva. El bloque formado por las izquierdas y los nacionalismos catalán y vasco ha tenido que arreglar el caos que generó la política de confrontación entre 2010 y 2017. España entró en un callejón sin salida en 2017. La confrontación, iniciada por el Tribunal Constitucional con su sentencia sobre el Estatuto de Autonomía catalán y continuada mediante la negativa sistemática del Gobierno de Mariano Rajoy a negociar las demandas de los representantes de Cataluña, llevó a una situación que podríamos caracterizar como anómala en el club de las democracias avanzadas al que tan orgullosos nos sentimos de pertenecer: suspensión de la autonomía; sentencias de cárcel durísimas no solo contra los políticos independentistas, sino también contra líderes sociales; políticos huidos en países europeos; disturbios graves como consecuencia de las sentencias del Tribunal Supremo; órdenes de extradición negadas por tribunales extranjeros, en fin, un desastre sin paliativos. La judicialización del conflicto y la criminalización del independentismo, que ha llegado en ocasiones al extremo de asimilarlo al terrorismo, no hizo sino distanciar aún más a las partes. Hubo política de confrontación por las dos partes, pero una era ciertamente más poderosa que la otra.
Tras el cambio de Gobierno en 2018, las cosas empezaron a reconducirse. Se rebajó la tensión, se intentó revertir la situación de enfrentamiento y se aprobaron un conjunto de medidas destinadas a recomponer la situación política: indultos, reforma del delito de sedición, la amnistía ahora. Los partidarios de la confrontación subrayan que los líderes nacionalistas catalanes siguen siendo tan independentistas como antes, pero el objetivo no era hacerles cambiar de opinión, sino que el Estado mostrara una cara distinta, menos amenazadora, más favorable a la integración y la convivencia, de manera que algunos votantes de los partidos nacionalistas catalanes abandonaran la causa del independentismo. Y así ha terminado sucediendo, como pudo comprobarse en las elecciones autonómicas del pasado 12 de mayo. Lo que ha debilitado al independentismo no ha sido ni la cárcel ni la represión, sino el intento de seguir una política (por lo demás tímida y vacilante) de integración de Cataluña en el conjunto de España.
Pasamos por una situación similar en la fase última del terrorismo de ETA. Las derechas reclamaban mano dura e intransigencia, pero el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, tras dos años sin atentados mortales, decidió explorar vías dialogadas y, gracias a ello, que era anatema para los paladines de la confrontación, se abrió una grieta entre la organización terrorista y su brazo político que fue decisiva para acelerar el final de ETA.
Si nuestra transición a la democracia fue exitosa se debió al hecho de que las principales fuerzas practicaron una política de integración. Dejaron la confrontación a un lado y construyeron un sistema político, con imperfecciones por supuesto, pero amplio, capaz de integrar a actores con intereses y valores muy distintos. Cada vez que la democracia española ha hecho esfuerzos por ensancharse y dar cabida incluso a aquellos que en su momento la negaron, los resultados han sido positivos para el país. En cambio, los episodios de confrontación, ya sea del centro con la periferia o de la periferia con el centro, solo han llevado a situaciones de bloqueo y de degradación de los valores democráticos.
¿Cuántos episodios de integración exitosa han de acumularse antes de que los ideólogos de la confrontación reconsideren sus posiciones? Parece como si prefirieran cargarse de razones, con independencia de los resultados que sus planteamientos produzcan en la realidad. El manifiesto anti-Illa ha sido la última manifestación, ya con ciertos tintes autoparódicos, de ese espíritu de batalla que se fraguó en la lucha contra el terrorismo y que luego se ha enarbolado como solución para los problemas seculares que arrastramos de integración en una sociedad histórica y constitutivamente diversa y múltiple. Permítanme que acabe con una recomendación no solicitada: lean el libro de Eduardo Manzano España diversa y saquen conclusiones.