EL MUNDO 15/01/14
FRANCISCO SOSA WAGNER E IGOR SOSA MAYOR
· Los autores creen que el nacionalismo es un modelo ensayado en el siglo XX que se ha demostrado ineficaz
· Tachan de ‘faramalla’ que el Consejo de Transición Nacional quiera separarse y luego crear organismos comunes
No hay mañana en que los españoles no desayunemos con una nueva declaración, iniciativa o propuesta del llamado proceso catalán. El hiperactivo Consejo de Transición Nacional es, en este sentido, un hontanar interminable de imaginación productiva. Así, en los últimos días los ciudadanos hemos podido enterarnos de que la independencia de Cataluña no será más que el pórtico hacia una nueva era de concordia ibérica. Con desembarazo, los representantes de tal organismo han ideado la creación de un llamado Consejo Ibérico en el que estarían representados España, Portugal, Cataluña y Andorra y cuyo objetivo sería la defensa de los intereses de la península y el aumento de la cooperación entre sus integrantes. Como alternativa o aperitivo podríamos tener un Consejo Catalano-Español, cuyas hechuras se remiten a modelos actuales ora políticamente anémicos (como el Consejo Británico-Irlandés), ora sencillamente inútiles (como el Benelux). La propuesta tiene sin embargo unos ecos austro-húngaros de opereta de Strauss que a algunos nos resultan conocidos.
En efecto, hace algunos años publicamos un libro en el que bajo el título de El Estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España abordábamos la situación española del momento desde el prisma que proporcionaba la experiencia de aquel Imperio. La lupa aplicada no era una ocurrencia nuestra, pues habían sido justamente el bigotudo Francisco José y su famélica mujer Sissi la inspiración política de las élites catalanas de finales del XIX y principios del XX, quienes habían vendido en España el llamado Compromiso húngaro (1867) como bálsamo de fierabrás a sus cuitas de identidad. Su funcionamiento fue empero un disparate que no satisfizo ni a unos ni a otros. Advertimos entonces de las anfractuosidades del proceso que se iniciaba con el nuevo estatuto catalán, lo que nos proporcionó sonrisitas condescendientes y paternales palmaditas en la espalda de buena parte de la intelectualidad sedicentemente progresista del país, para quienes éramos unos jeremías redivivos. No era para tanto, se nos decía, con esa candidez que solamente logran alcanzar algunos habitantes de Babia.
Parece, sin embargo, que sí era para mucho y lo que entonces se intuía, hoy en día es el pan nuestro político de cada día. El desarrollo del proyecto secesionista en Cataluña presenta dos dimensiones que, aunque diferenciadas, se encuentran nítidamente entrelazadas: por un lado, la finalidad última del proyecto, esto es, su matriz secesionista; por otro, el procedimiento de insuflar contenido a esa meta ansiada. Sobre la finalidad última, esto es la ruptura de una comunidad democrática para la creación de un nuevo Estado nacional, mucho se ha dicho ya. Pero conviene recordar, siquiera fugazmente, en qué momento histórico estamos. Y ello supone advertir que las dos matrices básicas del Estado nacional están quedando periclitadas: la soberanía como clave de bóveda de su estructura jurídico-política y la identidad unitaria de sus ciudadanos como su argamasa ideológica. Con esas herramientas echó a andar en 1914 el siglo XX en el Sarajevo del citado Francisco José y con esas herramientas concluyó el siglo XX también por cierto en Sarajevo y sus inmediaciones. Hoy importa refrescar la memoria y pregonar a los atolondrados que el siglo XX ha pasado a mejor vida y con él muchas de sus supuestas soluciones. El nacionalismo es a la política europea del siglo XXI lo que el creacionismo a la ciencia: una antigualla, en el mejor de los casos inocua.
Con todo, si algo llama verdaderamente la atención al observador en el proceso no es tanto el fin último sino la improvisación con que se está llenando de contenido la propuesta. Porque sería oportuno que los ciudadanos –y a ello están conminados especialmente los catalanes– reflexionaran serenamente sobre el espeluznante grado de imprevisión con el que se está abordando la empresa decimonónica de crear un nuevo Estado nacional europeo. La improvisación no suele ser buena consejera en la vida, y en achaque de construcción de nuevos Estados no parece que rija excepción a esta elemental regla.
Para percibirlo no es menester una mirada buida, sino repasar pausadamente lo que han sido las declaraciones y propuestas de estos últimos meses y situarlo en un contexto histórico más amplio. Procede para ello saber que, al menos durante los últimos 20 años, se ha ido cocinando por parte de variadas organizaciones del ámbito secesionista catalán un interminable caudal de seminarios, congresos y estudios. Asuntos como el análisis de las independencias en otros lugares del mundo, los problemas que se encontraría el hipotético nuevo Estado catalán u otras miles de cuestiones que descendían hasta pormenores impensables han sido lentamente rumiados y regurgitados una y otra vez. Sin que, por cierto, la llamada opinión pública española tomara mucha noticia de ello.
Asombra por ello que cuando hace pocos meses se da el pistoletazo de salida al proceso, se haga a golpe de ocurrencia. La sucesión de episodios se presenta con una insistencia que deja poco lugar a la duda. Así, hace unos meses la sorpresa del nacionalismo fue mayúscula cuando se les recordó una cuestión elemental: la secesión equivaldría a la salida de la Unión Europea. Algunos supusimos que, ante tamaña objeción, el nacionalismo militante sacaría un grueso cartapacio con sutiles y sesudos análisis, producto de estudios y simposios. Nada más lejos de la realidad. De la noche a la mañana se repentizaron respuestas ad hoc, tenazmente ajenas al análisis sensato de una complicada situación política. Cierto prócer secesionista llegó a afirmar que la República Democrática Alemana no había tenido ningún problema. El hecho de que la RDA se hubiera desintegrado de la noche a la mañana y no conformara Estado alguno dentro de la Unión Europea era un elemento de la analogía que al parecer carecía de relevancia alguna.
La OTAN tampoco ha originado grandes desvelos analíticos por parte de los nuevos prometeos del fuego de la secesión. Ante la pregunta de la pertenencia o no a la Organización Atlántica, el presidente catalán aseguraba que el hipotético nuevo Estado catalán estaría, por supuesto, integrado en la OTAN. La contundencia de la que hacía gala en su afirmación era solamente equiparable a la que instantes antes había empleado para pronosticar que Cataluña sería –¡cómo no!– un Estado pacifista sin ejército.
LA ÚLTIMA propuesta del Consejo de Transición Nacional con la que principiábamos este artículo abunda nuevamente en esta sensación de improvisada levedad. Traduciendo a coordinadas políticas la faramalla jurídico-administrativa de la propuesta, lo que se nos viene a decir es que primeramente hemos de separarnos, pues padecemos los españoles, al parecer, de una insondable enemistad desde los tiempos de Jasón y Dalila. Una vez felizmente separados, crearemos todo un entramado de organismos de cooperación que abarcarían desde las patronales a los sindicatos pasando por las cámaras de comercio o la política lingüística. Es decir, desharíamos lo andado, creando otra vez unas estructuras comunes, pero esta vez en profunda y sobre todo sincera amistad. La secesión catalana no sería así solamente una vereda hacia la felicidad del ciudadano catalán, sino que incluso tendría el positivo efecto secundario de hacernos al resto de los españoles más tolerantes y afables, orillando por fin ese carácter agrio que con tozudez y un punto de meticulosidad hemos ido cultivando durante los últimos siglos.
Indudablemente, Lampedusa y su Gatopardo han hecho estragos. ¿Quién no ha hecho alguna vez uso procaz de la sentencia de que todo cambie para que no cambie nada? Lo que, usado como colofón de conversación de bar, tiene un pase, convertido en máxima de la acción política adquiere tintes grotescos. Las élites nacionalistas catalanas parecen estar enredadas –consciente o torticeramente– en la trampa analítica lampedusiana, pretendiendo pues que sus afanes secesionistas carezcan de consecuencias.
Años y años de propuestas y debates han dado pues un resultado muy magro: en cuestiones tan básicas como la pertenencia a la UE, la defensa o el asunto, menos irrelevante de lo que pudiera parecer, de la liga de fútbol y las selecciones, los representantes del nacionalismo se descuelgan con declaraciones que revelan una ligereza estremecedora.
Y es que para empresas decimonónicas, señores nacionalistas catalanes, hacen falta cuando menos los bigotes de Francisco José. O, contando con su ausencia, los ojos de Burt Lancaster, señor de Lampedusa.
Francisco Sosa Wagner e Igor Sosa Mayor. El primero es catedrático y eurodiputado por UPyD. El segundo es profesor invitado en la Universidad de Erfurt (Alemania). Ambos son autores de El Estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España (Trotta y Fundación Martín Escudero, 2006).