J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 2/9/12
Nadie diría «estoy harto de mantener a los pobres, parados y desamparados con mis impuestos», pero puede decir muy alto que «los catalanes estamos hartos de mantener a los andaluces»
Repita usted un millón de veces que Cataluña tiene un déficit fiscal en sus relaciones con el conjunto de España. O diez millones, si es necesario. Conseguirá, como han conseguido los nacionalistas, que los espectadores asocien el término ‘déficit’ con la idea de injusticia, de expolio, de robo, o cualquier otra similarmente negativa. Cuando en realidad, en un país y una sociedad bien ordenada, lo cierto es exactamente lo contrario: Cataluña tiene un déficit fiscal y es bueno y correcto que así sea, porque es una de las regiones más ricas de España.
Permítanme recurrir, para explicarlo, a la analogía con las personas individuales: en una sociedad justa, en la que opere el principio de redistribución de la riqueza entre los ciudadanos, todos aquellos que ingresan rentas superiores a la media tienen un déficit fiscal. Es decir, aportan al Estado a través de sus impuestos una cantidad muy superior a la del gasto público que reciben en forma de servicios públicos y prestaciones sociales. Dan más de lo que reciben. Y los ciudadanos por debajo de la media justo al revés: reciben a través del gasto público una cifra de servicios y prestaciones superior a la que ellos aportan como impuestos. Esto no es nada sorprendente, sino el efecto más obvio de la redistribución de la riqueza que realiza el Estado social de derecho.
A nadie se le ocurre en nuestra sociedad ir quejándose a voz en grito de que «tengo un déficit fiscal personal», pues se haría acreedor a un abucheo universal: si usted paga más de lo que recibe es porque está usted por encima de la media, así que no se queje, le dirían. Para eso está el Estado, para reequilibrar las situaciones individuales. Así que lo que suelen hacer los ricos, en lugar de quejarse, es llevarse sus rentas a un paraíso fiscal o conseguir del Estado a través de sus lobbies un trato excepcional pero escondido.
Si nos ponemos a medir las transferencias redistributivas o de nivelación entre territorios (las famosas ‘balanzas fiscales’), la realidad que encontraremos es substancialmente la misma. Las regiones más ricas (Madrid, Cataluña, Baleares) transfieren parte de su riqueza a las más pobres (Extremadura, Asturias o Andalucía). Unas tienen déficit fiscal, otras superávit, y es justo que así sea. Porque, en el fondo, tal cosa sucede simplemente porque en Madrid o Cataluña hay más ciudadanos ricos de promedio que en Extremadura o Asturias, luego unos pagan más por menos y otros reciben más pagando menos.
Tener déficit fiscal no es entonces un expolio, ni un robo, ni algo injusto, sino que es precisamente la expresión de la justicia fiscal progresiva a nivel personal-territorial. Si en España las diversas regiones tuvieran todas un saldo fiscal igual a cero (ni déficit ni superávit), entonces podríamos afirmar con seguridad que estábamos ante un Estado radicalmente injusto e insolidario, ante un Estado que incumpliría sus funciones más básicas, ante un Estado excepcional en el mundo actual.
Lo verdaderamente insólito, lo que revela hasta qué punto el nacionalismo se ha hecho dueño de la opinión pública, es que lo que sería percibido como blasfemia a nivel personal es sin embargo admitido como argumento razonable a nivel nacional: nadie se atrevería a decir «los ricos pagamos demasiados impuestos para lo que nos da la sociedad», pero resulta aceptable decir «las regiones ricas pagamos demasiado para lo que nos da España». Nadie diría «estoy harto de mantener a los pobres, los parados y los desamparados con mis impuestos», pero puede decir muy alto que «los catalanes estamos hartos de mantener a los andaluces».
¿Tiene Cataluña un déficit fiscal excesivo, es decir, superior al que le correspondería según la curva de distribución ajustada al PIB? La respuesta es negativa: según los estudios más recientes (De la Fuente, Zubiri, Fundación BBVA, etc.), el saldo fiscal catalán se sitúa exactamente en el lugar que le corresponde en la recta de regresión, como el de Madrid, Baleares, Galicia o Extremadura, por poner algún otro ejemplo. Cataluña no puede quejarse de su déficit si no es adoptando un razonamiento estrictamente secesionista: «Es que no quiero pagar absolutamente nada para el resto de España, porque me considero un país distinto». Entonces sí, entonces no tiene sentido tener déficit, como el ciudadano rico que se va a Andorra con su fortuna. Pero sí se está dentro del sistema español, entonces el déficit de los ricos es obligado. Y, además, está compensado por el superávit comercial y de flujos monetarios que por otro lado recibe.
En el fondo, el único argumento que puede blandir Cataluña para quejarse de su déficit es el caso vasco-navarro. Porque puede levantar el dedo y señalar hacia aquí y decir: ahí existen dos regiones ricas, más ricas que yo, y que sin embargo no tienen déficit fiscal, sino que gozan de superávit: aunque son ricas, son financiadas por las regiones más pobres españolas. ¿Por qué no podría ser lo mismo para mí?
La respuesta, sin embargo, siempre que nos mantengamos en la filosofía del Estado social de derecho (y el Estado federativo español es ante todo un Estado social, no se olvide), es bastante obvia: lo obligado es corregir la excepción injustificada e injustificable, es decir, el absurdo privilegio de que disfrutan las regiones forales y que les permite ser receptoras netas de flujos fiscales. No, como piden ahora los catalanes, crear más Andorras interiores.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 2/9/12