ABC 29/09/14
BENIGNO PENÁDS, DIRECTOR DEL CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES
· Primero, a día de hoy, decisión firme de respeto al orden constitucional, como es propio de una sociedad civilizada. Una vez superada la amenaza de una consulta ilegal e ilegítima, habrá que buscar soluciones prácticas. En ese momento, la propuesta de Muñoz Machado puede servir como libro de cabecera
VIVIMOS tiempos de encrucijadas y no de ínsulas, según recordaba Don Quijote a su fiel escudero. Ahí seguimos. Como siempre, desde hace siglos, los mejores entre nosotros dedican una parte sustancial de sus energías al eterno debate territorial, una mezcla de esencias intangibles y de egoísmos (perfectamente) cuantificables. Hay demasiadas ocurrencias para salir del paso y una mezcla entre arbitrismo y oportunismo que convierte en papel mojado la mayor parte de las propuestas. Por eso vale la pena prestar atención a los planteamientos rigurosos que aparecen muy de vez en cuando. El libro recién publicado de Santiago Muñoz Machado (Cataluña y las de más Españas, Crítica, Barcelona, 2014) dará mucho que hablar. El título es atractivo y original. El autor es un intelectual reconocido y una referencia en el ámbito jurídico, como catedrático de la Complutense y académico de la Española y de Ciencias Morales y Políticas. El enfoque es, sin duda, original. Mucha y buena historia, tanto de España como del Reino Unido, de Cataluña y de Escocia. Por supuesto, máximo rigor en el análisis de la Constitución, los Estatutos, la (confusa) jurisprudencia constitucional y el embrollo derivado del título VIII, objeto de crítica implacable en su exitoso In
formesobreEspaña. En el nuevo libro, la sentencia 31/2010 merece severos reproches por buscar fórmulas creativas para hacer que el Estatuto diga lo que no dice, a base de «circunloquios, paráfrasis, anáforas y paradojas». Tampoco el texto estatutario se libra de una buena reprimenda: «Derroche político»; «provocación» en algún caso; fuente, en fin, de muchos males que se podían haber evitado. Añado por mi cuenta: fallaron la prudencia y el sentido común de todos los actores en un proceso mal concebido en origen y lamentable en sus consecuencias. Cuando la brújula de marear no funciona, el barco acaba por perder el rumbo.
Enfocado desde las emociones fuera de control, el debate sobre el modelo territorial confunde (muchas veces a propósito) un doble plano. Una cosa es la articulación general del sistema autonómico, y otra muy distinta el encaje en España de aquellas comunidades cuyos nacionalistas proclaman una diferencia irreductible con la nación española. Organizar bien el Estado autonómico es un problema complejo, pero susceptible de remedios técnicos. Hablar de soberanía (aunque sea con un eufemismo) nos sitúa ante un dilema de alcance histórico. El vicio de origen de 1978 fue precisamente esa mezcolanza cargada de buenas intenciones y malas soluciones. Consciente de ello, Muñoz Machado aporta propuestas que encauzan las dos cuestiones en buena y debida forma. De una parte, una reforma en serio de la Constitución, más en la letra pequeña que en la grande, para establecer un modelo autonómico inteligible en materia competencial y de vertebración territorial. Por otra, una apuesta por la reforma del Estatuto catalán para subrayar las diferencias objetivas y evitar los privilegios inaceptables. Aunque el autor elude el análisis político, deja muy claro que se consigue de este modo una doble legitimidad («española» y «catalana», por simplificar) a través de vías perfectamente legales y legítimas. Aquí reside, creo, lo mejor de una propuesta que aporta sentido común y razón práctica a un debate lastrado por las pasiones férvidas. El Derecho cumple su función instrumental al servicio del interés público, desde el punto de vista de la lógica de lo razonable. Por eso, Cataluña y las de más Españas marca distancias respecto del «federalismo» que muchos proponen como si fuera un concepto salvífico que vive en esos mundos sutiles, ingrávidos y gentiles que cantaba el poeta. Nada se arregla por un mero cambio de nombre: «federal» por «autonómico», «Constitución» por «Estatuto» o «Estado» por «Comunidad Autónoma». Tiene toda la razón el ilustre jurista. Ciertas declaraciones políticas me recuerdan al emperador chino que, como buen déspota, ordenó cambiar el significado de las palabras: el Río Salvaje pasó a llamarse Río Sereno…, y las inundaciones fueron a peor.
Como es natural, un jurista tan riguroso rechaza sin matices el supuesto derecho a decidir, que carece de apoyo en la legalidad (internacional e interna) y no tiene fundamento en la historia, salvo que se invente un pasado que nunca existió. El autor califica ese planteamiento de «revolucionario» en sentido estricto. Aprecia, en cambio, el pactismo como realidad histórica y utiliza el término autodeterminación en un sentido original, ajeno al precedente colonial y muy ligado a los momentos constituyentes de 1931 y 1978. Tampoco comparte la defensa de la Constitución vigente como escudo que cierra las puertas a una evidencia social que será preciso afrontar más pronto que tarde. A partir de ahí, pretende con razón que el debate se establezca acerca de un texto concreto, sujeto a una consulta «sin estridencias» en Cataluña (como reforma estatutaria) y en el conjunto de España (como reforma constitucional). Por cierto que este libro tan sugerente deja las cosas claras para unos y para otros. Escocia sirve de modelo: por eso empieza por la batalla de Bannockburns y termina con una sutil referencia a la Lothianquestion. Si se me permite el tono coloquial: más poderes «allí» pueden tener su contrapartida en menos influencia «aquí». Las consecuencias para el sistema político español podrían ser muy complejas. Recuérdese, por ejemplo, que la fórmula D’Hondt no es una casualidad, sino un pacto constituyente de largo alcance… «Es preciso dar muchas vueltas a los problemas para concluir que la mejor forma de resolverlos ya estaba inventada», escribe Muñoz Machado. Frente a una imaginaria historia contrafactual, reaparecen aquí el Pacto de San Sebastián y el Estatuto de Nuria y, con matices, el proceso constituyente y estatutario de la Transición, deformado luego por la extensión universal del principio dispositivo. El autor pretende recuperar el sentido original, apelando incluso al espíritu austracista. Se aprecia aquí el sentido común que tantas veces echamos de menos en los monólogos yuxtapuestos que dominan nuestro espacio público. El lector cierra el libro convencido de sus bondades. Todas las piezas están en su sitio. Pero los ciudadanos son escépticos a estas alturas y echan en falta la lealtad que sustenta un compromiso a medio plazo. En política, el orden de los factores sí altera el producto. Primero, a día de hoy, decisión firme de respeto al orden constitucional, como es propio de una sociedad civilizada. Una vez superada la amenaza de una consulta ilegal e ilegítima, habrá que buscar soluciones prácticas. En ese momento, la propuesta del catedrático y académico puede servir como libro de cabecera. Ojalá sea así, por el bien de todos. Escéptico a base de desengaños, nuestro buen ciudadano intuye que los políticos no suelen ser receptivos ante propuestas tan razonables. Viven, como decía Rilke, «en este fatigoso Ningún Sitio». Mientras tanto, concluye el poeta: «Temerosos, buscamos un soporte…».