Mikel Buesa, LIBERTAD DIGITAL, 6/10/12
A medida que pasan los días y se suceden las declaraciones secesionistas de los dirigentes nacionalistas catalanes, parece más evidente que, en su proyecto, se entremezclan varios modelos ya ensayados en otros países. Está, por un lado, la amigable separación entre la República Checa y Eslovaquia, a la que me referí en un artículo anterior, que ahora se reedita con tintes originales en el proyecto de referéndum de independencia de Escocia. Pero también emerge con una nitidez cada vez mayor el modelo de Eslovenia, que se saldó con un conflicto armado de poca monta, la Guerra de los Diez Días, cuyas bajas se cifraron en 62 muertos y 328 heridos, y que sin embargo desencadenó, como ha destacado el profesor Francisco Veiga en su excelente libro La fabrica de las fronteras, «el rosario de guerras que se sucedieron en el espacio yugoslavo».
La secesión de Eslovenia se aprobó –por su Parlamento– en el anochecer del 25 de junio de 1991, unas horas después de que el Sabor, la asamblea parlamentaria de Zagreb, hiciera lo mismo en Croacia. Fue un acontecimiento cuidadosamente preparado, tanto desde la perspectiva política como desde el punto de vista militar, en el que se tuvieron muy en cuenta los argumentos propagandísticos que se habían de presentar ante la opinión pública internacional, singularmente ante la Unión Europea. Éstos incidían en el carácter democrático de la decisión de independencia, en la vocación europeísta del país y en su voluntad pacífica de autodeterminación. Ello, a pesar de que se preparaba la guerra, como enseguida se verá, y la limpieza étnica, cosa que se haría en febrero de 1992 por el procedimiento administrativo de borrar de la lista de residentes a todas las personas que durante el semestre posterior a la declaración de independencia no habían solicitado la ciudadanía eslovena.
Recordemos, con este telón de fondo, las recientes declaraciones de Artur Mas en las que apelaba al contexto europeo: si la secesión catalana se produce, decía, «nadie puede utilizar unilateralmente las armas». Añadía: «Estamos dentro de una Unión Europea que tiene la democracia como principio sagrado», y se preguntaba inmediatamente: «¿Quién tiene miedo a la democracia?». Todo lo cual le servía para instar a los catalanes a que no se dejen intimidad por las amenazas que llegan de fuera y se quiten de encima el «miedo a emanciparse». Recordemos también el discurso de su consejero de Interior, Felip Puig, en el acto de celebración del patrón de la Guardia Urbana de Barcelona, cuando señaló que la policía catalana está «al servicio de su país y de todo aquello que el país determine», de manera que tanto los Mossos d’Esquadra como los agentes policiales locales «seguirán a las instituciones catalanas en las decisiones que tomen como pueblo».
No está de más señalar que, entre mayo y octubre de 1990, nueve meses antes de su independencia, Eslovenia configuró una «estructura de maniobra para la protección nacional» a partir, principalmente, de las fuerzas policiales, y en la que se encuadró a 21.000 hombres. Sería esa estructura la que, dotada con fusiles de asalto, armas anticarro y misiles antiaéreos, se enfrentaría, sin apenas material blindado, al Ejército Federal Yugoslavo. Tampoco se puede olvidar que en Cataluña hay actualmente 16.654mossos y 10.894 policías locales, es decir, una fuerza con más de 27.000 efectivos con experiencia en el empleo de la fuerza armada.
Pero la clave de la victoria eslovena en la Guerra de los Diez Días no fue tanto la capacidad de su incipiente ejército como el hecho de que éste se enfrentara a una fuerza débil –en la que brillaron las columnas de blindados; pero carecían de la protección de la infantería, lo que las hacía inútiles en el medio urbano– que no tenía el respaldo político necesario para lanzarse a la acción ofensiva. El Ejército Federal Yugoslavo desplazó, en efecto, 35.000 soldados a Eslovenia, sólo la quinta parte de los que hubiesen sido necesarios para ocupar un territorio de poco más de 20.000 kilómetros cuadrados. Y en menos de una semana se vio desautorizado para imponer un control militar sobre la república secesionista. La guerra concluyó inmediatamente.
¿Podría ocurrir en España algo similar? Señalemos al respecto que la ocupación militar del territorio de Cataluña –con casi 32.000 kilómetros cuadrados– requeriría, para su control efectivo, una fuerza del orden de 270.000 soldados, que actualmente no se encuentra disponible en nuestro país. Las Fuerzas Armadas españolas cuentan, en efecto, con un total de 134.772 hombres y mujeres, incluyendo los militares de carrera y de complemento, las clases de tropa y marinería y los reservistas voluntarios; es decir, aunque se movilizaran completamente, los ejércitos apenas llegan a la mitad de los efectivos teóricamente necesarios para restablecer el orden constitucional en el caso de que se produjera la secesión. Incluso si a esa fuerza se sumara la totalidad de los 80.210 miembros de la Guardia Civil, la capacidad militar de España es dudosa para el logro de ese objetivo.
Más allá del tamaño de la fuerza que es posible movilizar está la cuestión política. De acuerdo con la Constitución, es misión de las Fuerzas Armadas la defensa de la integridad territorial de España; y aunque su mando supremo corresponde al Rey, están subordinadas al Gobierno, en tanto que es a éste al que compete la dirección de la administración militar y la defensa del Estado. Por tanto, es de la voluntad gubernamental de la que, en un caso como el que nos ocupa, dependerá la determinación del alcance concreto que pudiera tener la intervención de los ejércitos en un conflicto secesionista. Cuando Mas proclama que «nadie puede utilizar unilateralmente las armas» es porque está convencido de que el Gobierno de España en ningún caso llegará a decidirse por el empleo de la fuerza.
¿Se corresponde esa convicción del líder nacionalista con la realidad? Es difícil saberlo, porque ni el presidente Rajoy ni ninguno de sus ministros ha dado la menor indicación al respecto. Pero sí existen declaraciones que siembran la duda en el caso de la oposición socialista y comunista, lo que hace pensar que, en la situación extrema en la que pudiera plantearse una intervención militar, el Gobierno se encontraría solo, sin apoyos externos a su propio partido y, seguramente, sometido a una potente campaña de deslegitimación. En tales circunstancias no sería sorprendente que, en el escenario catalán, volviera a reproducirse la farsa eslovena. Entonces, la secesión se produciría por la incomparecencia del Estado y acabaría abriéndose el abismo del desmoronamiento institucional del mismo. Y a España no le quedaría otra salida pacífica que asomarse a un nuevo período constituyente de tan incierto resultado que hoy ni siquiera podemos entrever.
Mikel Buesa, LIBERTAD DIGITAL, 6/10/12