JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLO – EL MUNDO
Según el autor, la vorágine que se vive en Cataluña quizá es un último coletazo eléctrico, tras el que se retomará la senda de la razón y del compromiso dentro del respeto absoluto y escrupuloso de nuestras leyes.
CATALUÑA lleva una larga temporada como suspendida de un alambre, pendiente de que termine una partida de siete y medio, cuyo desenlace no se conocerá hasta el próximo 1 de octubre, el día que no se celebrará el anunciado referéndum de secesión porque, de celebrarse, saltarían las cuadernas mismas del Estado. Como el Tribunal Constitucional ha declarado reiteradamente, la reforma constitucional debe preceder al hipotético referéndum de autodeterminación, y no al revés. Ítem más, la decisión final sobre esta reforma correspondería en todo caso a las Cortes Generales y, en última instancia, al pueblo español (artículo 168 CE).
Porque sé que el único pecado que no se perdona en política es no mandar, estoy convencido de que el Gobierno impedirá que la consulta se celebre y para ello cuenta con instrumentos suficientes (artículos 155, 116, 149.1.32, 161.2 de la Constitución española, etc.) y con la colaboración de los tribunales de Justicia, incluido el Tribunal Constitucional. Lo dijo muy bien Mariano Rajoy: «(…) el mejor servicio a la legitimidad democrática (…) es precisamente respetar ese marco jurídico en el que los gobiernos hallan su fundamento y legitimidad y los ciudadanos encuentran la garantía para la convivencia y la concordia» (Carta a Artur Mas, 14 de septiembre de 2013). Pero eso no basta.
Lo importante no es sólo que el Gobierno impida el proceso participativo; lo importante es abordar la cuestión catalana en toda su complejidad y profundidad porque, de no hacerlo, los conflictos puntuales serán el pan nuestro de cada día: un día será una manifestación, otro una sentada, el de más allá la ocupación de un edificio público… En fin, los pulsos serán cada vez más frecuentes como ocurre en cualquier proceso de ruptura familiar.
El respeto a la legalidad está muy bien; lo sorprendente es que haya que reivindicarlo en un Estado de Derecho como el nuestro, en pleno siglo XXI. Parece también obvio que, además, hay que hacer política, como recordó Francisco Pérez de los Cobos en su discurso de despedida como presidente del Tribunal Constitucional: «Los problemas (…) derivados de la voluntad de una parte del Estado de alterar su estatus jurídico (…) no pueden ser resueltos por este Tribunal (…). Por ello, los poderes públicos (…) son quienes están llamados a resolver mediante el diálogo y la cooperación los problemas que se desenvuelven en este ámbito» (14 de marzo de 2017).
Ese diálogo al que se refiere Pérez de los Cobos sólo puede ser protagonizado por quienes se comprometan a respetar la legalidad porque no tendría sentido hacerlo con quienes una y otra vez han manifestado su voluntad expresa de hacer mangas y capirotes con la Constitución. Como no lo tendría sentarse a discutir los estatutos de la comunidad con un vecino que ha expresado su propósito de prender fuego al edificio. Lo primero que tienen que hacer los responsables de la Generalitat para reclamar diálogo es renunciar a la amenaza de sedición y comprometerse a aceptar los fundamentos en que se basa nuestra Constitución: la unidad de España, la igualdad básica de los españoles y la solidaridad interterritorial. Exactamente lo que hizo Macià y exactamente lo contrario de lo que hizo Companys. Pero eso merece un párrafo a parte
Francesc Macià se fue a Madrid con un estatuto, el Estatuto de Núria, que hablaba de un Estado autónomo y volvió a Barcelona con una región autónoma dentro del Estado español. Las referencias a la soberanía y a la autodeterminación de Cataluña desaparecen del texto aprobado por las Cortes. Macià fue insultado en su vuelta a Cataluña en la misma estación de tren; pero, sólo dos años después, cuando murió, toda Barcelona estaba en la calle aclamando la obra de un gran estadista que había apostado por lo posible y no por lo imposible.
Lluís Companys hizo cabalmente lo contrario: el último día de 1933 proclamó una nueva República Catalana argumentando que la sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales que anuló la Ley de Contratos de Cultivos significaba una clara agresión a la autonomía. El paralelismo con el tiempo presente parece inevitable: «el desafío contra España se plantea desde las propias instituciones catalanas nacidas al amparo de la propia Constitución (…) que, por definición, deben representar al conjunto de los ciudadanos y no a una parte, por significativa que esta sea. A esto, el derecho lo denomina apropiación indebida» (Josep Piqué, Todos los cielos conducen a España, p. 700).
Cataluña se encuentra en la frontera del caos y para salir de este escenario es urgente que todos seamos capaces de diagnosticar correctamente la situación. Los catalanes –sean o no nacionalistas– son conscientes de que hay una realidad catalana inconfundible e indestructible, consciencia que es compartida por muchos otros españoles. En este sentido, Vicens Vives dice que «la vida de los catalanes es un acto de afirmación continuada: es el SI, no el SÍ. Por eso, el primer resorte de la psicología catalana no es la razón, como en los franceses; la metafísica, como en los alemanes; el empirismo, como en los ingleses; la inteligencia, como en los italianos; ni la mística, como en los castellanos. En Cataluña, el móvil primario es la voluntad de ser» (Jaime Vicens Vives, Noticia de Cataluña, Destino, 1980, p. 238).
Nadie –ni los catalanes ni los otros españoles– puede discutir la existencia de una realidad catalana que merece ser reconocida. El problema es que esta realidad convive con otra –la realidad hispánica de Cataluña– que merece el mismo reconocimiento y que, sin embargo, los secesionistas, en su perpetua vocación de exclusividad, se niegan a reconocer. «Si el hecho diferencial catalán, si la personalidad catalana es una realidad que un día u otro habrá de tener –y tendrá– plena consagración, creo igualmente que la existencia de una realidad hispánica es un hecho definitivo» (Cambó, Por la concordia, p. 57).
ASÍ LAS cosas, caben tres soluciones: las dos primeras pasan por considerar incompatibles la realidad catalana y la realidad hispánica, que es lo que pretenden los asimilistas y los secesionistas. Aquellos quieren destruir el hecho diferencial catalán; estos pretenden ignorar la realidad hispánica de Cataluña. La tercera vía es la que pretende armonizar ambas realidades, catalana e hispánica, buscando una coordinación de la cual ambas realidades resulten beneficiadas. Lo que excluimos de partida es la prolongación indefinida de una situación como la presente, de resquemor y desencuentro, donde voceros y demagogos de todo jaez se encuentran cada vez más cómodos, mientras que una mayoría de españoles la contempla en silencio, con una tristeza infinita.
Pero no perdamos la esperanza. Tal vez la vorágine que hoy se vive en Cataluña no sea sino un último coletazo eléctrico, tras el que retomaremos la senda de la razón y del compromiso dentro del respeto absoluto y escrupuloso de nuestras leyes, único anclaje de nuestro marco de convivencia. Ya lo decía Cambó, hace 90 años: «Hoy la labor de buscar una solución de concordia al problema de Cataluña se nos muestra rodeada de dificultades que parecen invencibles. Para el éxito de esta empresa precísase un periodo de serenidad en el que el buen sentido prevalezca por encima de los apasionamientos de uno y otro lado; y hoy estos apasionamientos son más vivos que nunca» (ibídem, p. 151). Es dudoso que para esta empresa podamos contar con quienes quieren la independencia a cualquier precio; es seguro que podremos contar con la mayoría de catalanes que quieren seguir siendo catalanes, españoles y europeos.
José Manuel García-Margallo y Marfil (@MargalloJm) es ex ministro de Asuntos Exteriores.