Ignacio Varela-El Confidencial
El inexpugnable mando único sanitario dio paso al deseo compulsivo de soltar cuanto antes todas las responsabilidades de la gestión de la pandemia
Quien se someta al penoso ejercicio de repasar las múltiples alocuciones y peroratas del presidente del Gobierno durante la fase más aguda de la pandemia identificará tres víctimas principales de su verborragia desbordante: la paciencia del público, la coherencia argumental y la gramática castellana. A las tres martiriza habitualmente el discurso sanchista, pero en aquellas semanas llegó al sadismo. También el rigor jurídico padeció sobremanera, aunque para ello el látigo principal fue el propio BOE, a ratos trasmutado en un ejemplo de prensa amarilla.
No obstante, la idea más repetida por Sánchez en sus homilías televisivas y arengas parlamentarias era una verdad como un templo: el único instrumento que autoriza a restringir el ejercicio de los derechos fundamentales —por ejemplo, confinando a la población o limitando el derecho de reunión— es uno de los estados excepcionales que contempla la Constitución. El presidente lo repitió hasta el hastío. Primero, para justificar la decisión inicial de declarar el estado de alarma. Luego, para afear al PP su decisión —incomprendida por incomprensible— de retirar su apoyo a las prórrogas cuando más arreciaba la pandemia.
Es cierto que no existe una forma alternativa de encerrar a la gente en sus casas o de impedir que cada persona se reúna con quien quiera, cuando y donde quiera. Añado: ni existe, ni debe existir. El llamado plan B fue un invento de Ciudadanos para cohonestar su apoyo al Gobierno; después lo hizo suyo el PP para justificar sus votos obstructivos, y finalmente lo compraron los nacionalistas para exigir que se acabara cuanto antes la tutela centralista sobre sus sacrosantas competencias. Pero siempre fue, y sigue siendo, un peligroso fantoche jurídico. Los políticos españoles de las últimas hornadas son verdaderos virtuosos en el uso alternativo del derecho.
Para una vez que le sobra la razón a Sánchez, la firmeza de su convicción duró tanto como la necesidad política de blindar sus poderes extraordinarios. A medida que los socios nacionalistas apretaban y la pandemia cedía, se le olvidó lo que había defendido fieramente durante semanas y comenzó a prometer planes B por doquier.
El inexpugnable mando único sanitario dio paso al deseo compulsivo de soltar cuanto antes todas las responsabilidades de la gestión de la pandemia. El general en jefe de un ejército en guerra cambió de la noche al día su uniforme castrense por el de un operador de agencia de viajes. Y en el final de la fuga —por el momento—, el Gobierno hace la vista gorda y convalida las dos últimas tropelías del orate Torra: autoatribuirse el poder de confinar a los ciudadanos cuando lo desee y pretender que una ley del Parlamento catalán puede modificar leyes nacionales o la propia Constitución (piensen por un momento lo que ello supone en manos de quienes perpetraron la cacicada del 5 y 6 de septiembre de 2017).
Hoy, el Gobierno de Sánchez tiene dos propósitos. El primero es no mover un dedo respecto a la pandemia hasta que los contagios se generalicen y las propias comunidades autónomas requieran que el Ministerio de Sanidad intervenga. El segundo es colectar apoyos para una ley orgánica que lo habilite para restringir los derechos constitucionales sin recurrir al estado de alarma. Lo primero es una irresponsabilidad. Lo segundo, un fraude constitucional del que en el futuro podríamos arrepentirnos. Hoy es la pandemia, y mañana, ¿qué?.
Tiene razón Pablo Pombo: entre sus muchas propiedades malignas, este virus parece que entiende de política. A la hora de elegir un territorio para resurgir, ha buscado el peor de todos, allí donde le resultará más sencillo hacerse incontrolable y producir mayor daño, no solo sanitario sino también político e institucional. El rebrote catalán, que comenzó en una alejada zona de Lleida y ya llegó a Barcelona, es más aciago que el que pudiera producirse en cualquier otro lugar de España. A sus efectos sobre la salud pública en uno de los territorios más densamente poblados de la Península, hay que añadir el desgobierno crónico, la contaminación de la política doméstica —con una guerra civil entre nacionalistas— y la vocación de sus dirigentes de usar cualquier circunstancia para desestabilizar el Estado, poner a prueba los límites de la ley y exacerbar las pulsiones centrífugas.
Nadie quiere reconocerlo, pero Cataluña es ya la zona cero del rebrote del covid-19 que aparece por toda España. Así como en otros lugares se controla a duras penas la expansión de los contagios, allí ya están de lleno en la llamada ‘diseminación comunitaria’, que es una forma elíptica de decir que se ha perdido toda capacidad de rastrear los contactos de los infectados y, por consiguiente, que el virus está fuera de control. El número de personas infectadas en Cataluña en los últimos siete días es mucho mayor que el de la semana anterior a la declaración del estado de alarma, y su progresión diaria empieza a ser tan alarmante como aquella. Mientras Torra quiere declarar su propio estado de alarma, los jueces se oponen —con mucha razón— y el Gobierno de Sánchez se llama andana: vayan a la otra ventanilla, dicen, esto ya no es de mi negociado.
Todo el mundo habla de lo que puede ocurrir en el otoño. Es otra forma de autoengaño: el peligro inmediato es agosto. Si se llegara a la situación de tener que confinar a un contingente importante de la población en pleno periodo vacacional, ¿cómo se maneja eso con tanta gente fuera de sus domicilios habituales y el país lleno de visitantes ocasionales? ¿Qué puede llegar a ocurrir en los aeropuertos, en las fronteras y en el tránsito entre comunidades autónomas si se da la circunstancia inédita de que el final de julio coincida con el principio de agosto y millones de personas se pongan en viaje? ¿Dónde están los planes de contingencia para hacer frente a una escalada de la epidemia en pleno verano?
En la psicosis de marzo, el Ministerio de Sanidad se excedió acaparando funciones para las que no estaba preparado, y ello tuvo consecuencias fatales. Ahora está desatendiendo gravemente sus obligaciones, y puede pasar lo mismo.
Entonces, se llegó tarde. Después, a la consigna de salvar el verano, se salió demasiado pronto y, sobre todo, de forma apresurada y desordenada. Se entregó a los gobiernos autonómicos la capacidad de decidir cuándo finalizar el estado de alarma (lo que es ilegal). En algunos territorios, la fase 3 duró apenas seis horas, y otros pasaron de la fase 1 a la liberación total en menos de una semana.
Ahora corremos el riesgo de llegar tarde de nuevo. Sobre todo en Cataluña. Mientras Torra se pelea con la ley y Sánchez mira a otro lado, el virus ataca de nuevo. Parece que no hemos aprendido el inmenso valor de una semana.