El miércoles pasado, la justicia belga rechazó la solicitud de extradición de los tres exconsejeros catalanes que envió la justicia española mediante una orden europea de detención en marzo. Por desgracia, los jueces belgas ni siquiera han podido pronunciarse sobre el fondo del debate, sino solo corroborar que sus colegas españoles no habían incorporado a la solicitud todos los elementos que se les habían pedido.
España ha emitido euroórdenes similares contra otros dos exconsejeros refugiados en Reino Unido y Suiza y contra el expresident Carles Puigdemont en Alemania, donde había sido arrestado —y luego puesto en libertad— cuando volvía de Finlandia a Bélgica.
La decisión de los jueces belgas, la primera de varias que se avecinan, ha sido acogida con frialdad por las autoridades españolas y la opinión mayoritaria en España, que ven en Bélgica a un aliado tácito del independentismo catalán desde que su primer ministro criticó la violenta represión de los votantes en el referéndum del 1 de octubre, y aún más desde que el juez español tuvo que retirar apresuradamente una primera orden europea de detención ante la probabilidad de que fuera rechazada.
La decisión de los jueces belgas, aunque haya sido por defectos de forma, constituye el primer revés jurídico y político que sufre el Estado español en Europa, y tiene dos consecuencias. La primera, material: a partir de ahora ya no será posible importunar a los exconsejeros catalanes en territorio belga. En teoría, sí sería posible si se desplazan a otro país de la Unión, donde se repetiría el mismo procedimiento de la euroorden. Pero hay otros tres Estados europeos que deben pronunciarse próximamente y todo parece indicar que van a seguir los pasos de los magistrados belgas.
La crispación judicial del Estado es una amenaza contra su propia capacidad y la de su sociedad para administrar y resolver las tensiones internas
Pero la consecuencia más importante es política y simbólica: Madrid ha perdido una primera batalla que, en realidad, quería evitar a toda costa: que la cuestión catalana se convierta en una cuestión europea. Hasta ahora, las autoridades españolas habían conseguido, con unos esfuerzos políticos y diplomáticos tan obstinados como eficaces, que todos sus socios europeos dijeran que Cataluña era un problema interno y que, por tanto, debía resolverse con arreglo a las normas y los principios del Estado español (la más elocuente fue la Comisión Europea, que, como le corresponde, llamó al orden a los Estados que se apartan del derecho y los valores europeos).
Es decir, hasta ahora, la autoridad del Estado de derecho y la legitimidad de las reivindicaciones independentistas o de su represión por parte del Estado eran incumbencia exclusiva de España y la opinión pública mayoritaria española. Pero con su decisión de perseguir a los “sediciosos” en los países a los que habían huido para no entrar en prisión, España ha trasladado las competencias del Estado de derecho español al ámbito europeo. Como consecuencia, mientras que se ha encarcelado por sus convicciones independentistas a unos exdirigentes catalanes democráticamente elegidos, en medio de una unanimidad nacional que no deja lugar a dudas, la decisión judicial belga demuestra que, en el fondo, España no ha respetado el derecho europeo. El fallo de los jueces belgas, pese a fijarse solo en aspectos formales, da un golpe a la tesis nacional española según la cual el Estado se limita a perseguir, con total independencia de la justicia y dentro del respeto a las leyes, a unos simples criminales que han organizado la revuelta de la población contra el orden institucional.
Y, más en general, el fallo demuestra implícitamente lo que salta a la vista desde el principio de la represión del independentismo catalán: que no se trata de un problema judicial, que vaya a resolverse en los tribunales, sino de un problema político, que solo se resolverá por la vía política.
El único efecto palpable de la criminalización del problema catalán por parte del Estado español es el refuerzo del independentismo en la sociedad catalana e incluso su radicalización, como deja claro la elección del nuevo presidente, cuyas declaraciones previas, teñidas de racismo, son indignas de un dirigente político. Estamos, pues, ante dos radicalizaciones simétricas. ¿Cuál es la más peligrosa? La radicalización independentista pone en peligro la cohesión de Cataluña y de España entera, algo que no desea ningún defensor de los valores fundamentales europeos, empezando por la solidaridad. Pero la crispación judicial del Estado es una amenaza contra su propia capacidad y la de su sociedad para administrar y resolver las tensiones internas. España no es, en absoluto, el único país de la UE que vive este tipo de problemas. Por eso el problema catalán es un problema europeo. Y, como los líderes políticos de la Unión no lo han abordado en serio, la responsabilidad ha recaído sobre los jueces, especialmente los belgas. Pero los jueces solo pueden señalar los problemas. No les corresponde dar la solución.