- El autor opina que un buen resultado electoral de Illa podría hacer que muchos en Cataluña recuperaran una esperanza de cambio desde el pragmatismo constructivo.
Los amantes del cine policíaco, y de las buenas series de televisión dedicadas a la inteligente persecución de criminales, conocemos bien una imagen que no puede faltar. Hay un momento en el que quien dirige la investigación empieza a pegar sobre una pared o tablero todos los elementos de información de que dispone. Algunas caras, fotos de lugares, una tarjeta de visita, un teléfono, otros datos copiados en un post-it, conectados entre sí a través de flechas o líneas que establezcan alguna conexión en el puzzle. Aquello se va poblando poco a poco a medida que van apareciendo nuevas informaciones. Y siempre hay un momento de revelación en el que el puzzle cobra sentido y resultan lógicas asociaciones que parecían improbables (y alguien sale corriendo a por el culpable, pero eso ya no viene al caso ahora…).
No sé si calificar la política catalana actual de thriller. Tiene más bien elementos de muy mala comedia. Pero sí creo que para entender su trama, para poder comprender a sus distintos personajes, y para entender las relaciones entre ellos, nos vendría muy bien un tablero similar. Especialmente ahora que se prepara una nueva temporada de esta serie, que incorpora claros elementos nuevos en el guion, pero que conserva una inevitable continuidad con la trama de temporadas anteriores.
En una aproximación superficial a Cataluña es habitual la idea de que la distinción más importante entre los distintos personajes y actores (entendiendo por tales tanto a las candidaturas como a sus representantes) es la que marca su adscripción al «independentismo» o a «lo otro», eso que algunos llaman «constitucionalismo».
Ignorar las zonas intermedias o de transición es reducir la riquísima realidad social de Cataluña a una caricatura
Personalmente, creo que esa dicotomía de bloques, aunque pueda haber tenido algún sentido en momentos muy críticos de 2017, es hoy bastante burda. Equivale a reducir una delicada paleta progresiva de colores a tan sólo los colores simples e intensos situados en sus extremos. Y eso es falsear la realidad. Por supuesto que en los extremos los colores son más nítidos y precisos. E incluso lo son en algún otro punto de la escala cromática. Pero ignorar tantas zonas intermedias o de transición es reducir la riquísima realidad social de Cataluña a una caricatura.
Cierto, el procés unificó a una parte de esa amalgama detrás de una gran causa común. Es lo propio de las cruzadas contra el enemigo: durante un tiempo, gente con ambiciones y proyectos muy distintos puede estar dispuesta a ponerse tras el estandarte común. Pero eso es imposible de mantener en el tiempo, especialmente cuando se hace evidente para muchos compañeros de batalla que esa guerra no se puede ganar. O cuando menos –desde la perspectiva de muchos independentistas– se hace evidente que no se ganará ahora, ni luchando de la misma forma como se ha hecho en los últimos años.
Por eso, a mi modo de ver, la distinción más importante que ordena o clasifica las fuerzas políticas que concurren a las próximas elecciones se mueve en un plano distinto. La principal frontera entre unos y otros ante el electorado va a estar entre los que se presentan como defensores puros de sus ideales (vinculados a su idea de patria y nación), y los impuros, tibios o traidores que ofrecen aparcar los grandes debates identitarios, y dedicarse a trabajar por los problemas de la gente y por las soluciones que cada uno pretenda ofrecer. Ortodoxos frente a pragmáticos. Fundamentalistas (no muy distintos de un fanático predicador) frente a quienes, sin renunciar a sus ideas, se disponen a intentar sacar al país de su crisis actual, trabajando con otras fuerzas políticas tanto como sea necesario, siempre que se respeten unas elementales reglas de juego comunes.
Esa es en mi opinión la verdadera clave de estas elecciones en Cataluña. En el independentismo, esa división se hace evidente entre los partidos que han compartido Gobierno y lucha estos años. En el caso del nuevo partido teledirigido desde Waterloo, ha sido esa dicotomía la única determinante en su propio proceso interno de selección de candidatos. Los puros, los ortodoxos, los intransigentes, los «defensores de la causa del 1 de octubre», los que defienden el conflicto como única forma de progresar en lo inmediato, han ocupado todas las plazas con posibilidad de escaño, incluso encumbrando a algunos fanáticos iluminados que poco tendrían que aprender de inquisidores del pasado. Para ellos, el creciente pragmatismo de ERC merece desprecio; y lo que queda del PDeCAT (donde sigue Artur Mas) o el flamante Partit Nacional de Catalunya raya en la traición.
Pero lo mismo puede decirse en el otro extremo de la escala cromática. Dejo de lado a Vox, que no necesita mucho comentario, y que aspira a obtener algún escaño enarbolando su bandera en la defensa de su concepto puro y nítido de patria. Desgraciadamente, el Partido Popular en Cataluña también parece estar más cómodo en la ortodoxia más intransigente, en su propio espíritu de confrontación; reviviendo su permanente 1 de octubre; sin apenas una sola propuesta realista o constructiva; y utilizando su propia idea de identidad nacional española como eje principal. Para ellos, el traidor, o cuando menos el tibio y débil, viste de naranja. La incorporación a las filas de los populares de la hasta ayer portavoz de Ciudadanos no va a facilitar ese diálogo.
Si los fundamentalistas del independentismo obtienen un buen resultado en las elecciones, el pragmatismo de ERC se traducirá en acompañarlos de nuevo
Luego están quienes, con soluciones políticas distintas, aceptan y asumen que la superación de la crisis política y social en Cataluña sólo puede pasar por cesiones, pactos y por alguna forma de trabajo en común. Las consecuencias de la pandemia exigen un gobierno eficiente que se centre en sus efectos sociales y en la recuperación económica. Ahí están ahora mismo parte de los líderes de ERC, los comunes, las candidaturas que intentan heredar los restos del catalanismo o defienden un independentismo a largo plazo y, por supuesto, el PSC. (¿Y Ciudadanos? Me temo que se va a encontrar en una posición muy delicada en esta tensión que no ha sabido administrar).
El 14 de febrero, el electorado fijará sus preferencias. Y, al hacerlo, empujará las cosas en una u otra dirección. Si los fundamentalistas del independentismo obtienen un buen resultado (los ortodoxos del otro lado sólo aspiran a ser testimoniales), el pragmatismo de ERC se traducirá en acompañarlos de nuevo, con conflictos como los que ya conocemos. Pero si esa mayoría no es posible, se podría abrir una puerta a acuerdos constructivos entre pragmáticos, en función de la confianza que cada uno haya recibido del electorado.
Y es ahí donde el candidato Salvador Illa puede alterar el tablero. Sereno y dialogante donde los haya, con buena reputación gestora en Cataluña (aunque sólo fuera comparando con la Generalitat saliente), su designación podría empujar a muchos a salir de la resignación; a recuperar una esperanza de cambio desde el pacto y el pragmatismo constructivo, que el exministro estaría en buenas condiciones de encabezar.
En resumen, la pregunta es sencilla. ¿Qué conviene más a España, que vuelvan a ganar los fanáticos, o que se abra la opción a alguna forma de acuerdo de gobierno constructivo y estable en el presente, cualquiera que sea el modelo de Estado futuro de quienes lo componen?
***Ignasi Guardans es doctor en Derecho y analista en políticas públicas.