SANTIAGO MUÑOZ MACHADO-El Mundo
NO SE PRODUCIRÁ la independencia de Cataluña. Quiero decir que una declaración de independencia no llevará a la creación de un Estado republicano separado de España, con soberanía propia y revestido de las atribuciones correspondientes, reconocido por los Estados más importantes del mundo. No ocurrirá porque no se dan las condiciones y porque en Europa, desde la Paz de Westfalia para acá, no se han variado nunca las fronteras, salvo acuerdo voluntario, sino en el marco o como consecuencia de confrontaciones bélicas. Y no parece que haya nadie que esté dispuesto a llevar el conflicto a ese terreno ni que ningún Gobierno responsable vaya a dar facilidades para la demolición de la unidad constitucional y la fragmentación de España. No se producirá, por tanto, si las instituciones del Estado no se conforman con las declaraciones de los sublevados y se aprestan a evitar las consecuencias.
No conviene, sin embargo, dejarse llevar por la idea de que, en este contexto, la declaración de independencia no será mucho más que un desahogo de los nacionalistas, con meros efectos simbólicos. El Gobierno catalán, todas las instituciones que están bajo su control y muchos ayuntamientos de Cataluña pueden tomarse en serio la representación y continuar por la senda abierta de hacer desaparecer el Estado español de aquel territorio.
El Estado lleva años diluyéndose allí, física y jurídicamente. Lo primero porque no tiene ni infraestructuras en las que refugiarse, como ha mostrado dramáticamente el reciente vagabundeo de las fuerzas de Seguridad por los hoteles de la costa y los barcos de turismo usados como alojamientos subsidiarios. Lo segundo porque, desde hace también mucho tiempo, las resoluciones que adopta el Estado en materias de su competencia se cumplen o no según la libérrima voluntad del Gobierno de la Generalitat; lo mismo da que la fuente de la decisión sea el Tribunal Constitucional o que la resolución provenga de un modesto juzgado de instancia.
Pero en este punto exacto, en que se hace preciso optar por dos legalidades en conflicto, radica el problema y la elección de las medidas que tengan que usarse para resolverlo.
El Estado, para funcionar adecuadamente, no puede prescindir de dos instrumentos que lo han acompañado durante toda su Historia, y que ahora funcionan en los términos que establecen las constituciones de todos los Estados de derecho del mundo. Esas dos herramientas imprescindibles son, por un lado, que las decisiones de una autoridad pública tienen que ser inmediatamente cumplidas por sus destinatarios; y, por otro, que si no son cumplidos voluntariamente pueda el órgano que los dictó imponer su cumplimiento usando medios coactivos que las leyes ponen a su disposición.
Las decisiones ejecutivas pueden proceder de órganos gubernativos o administrativos o consistir en sentencias y otras resoluciones de los jueces y tribunales. Si se incumplen o se resisten a cumplirlas los obligados a acatarlas, la ejecución forzosa se puede llevar a cabo por diferentes vías (de sustitución del responsable, económicas, sancionadoras o de coacción física) que de una u otra manera, en caso de resistencia recalcitrante no superable por otros medios, necesitan finalmente la concurrencia de las fuerzas encargadas de asegurar el orden y la paz jurídica.
Si la coacción legítima del Estado no se pone en duda, la arquitectura del sistema institucional en que se apoya nuestra convivencia no se resentirá. Si se ofrece resistencia y el Estado no se impone, quedará abatido en las zonas de su territorio donde esto ocurra. Estaremos en tal caso ante la emergencia de otro soberano.
La aceptación de un nuevo soberano, nacido del interior del único Estado soberano contemplado por la Constitución y concurrente con él, supone reconocer a aquél, si hay aquietamiento, poderes de acción y de resistencia equivalentes. El conflicto se transforma en una confrontación entre un Estado legítimo y otro impostado, que se envuelve en una legalidad de ocasión y que cuenta con su propia Policía para imponerse. Ésta es la transformación de la realidad constitucional que están imponiendo el Gobierno y el Parlamento de Cataluña.
La declaración de independencia no es cuestión indiferente, por las razones que acaban de indicarse, aunque consistiese en un mero desahogo de los nacionalistas sin consecuencias internacionales.
Soberano, en una situación convulsa de este género, será quien sea capaz de imponer la legitimidad de su origen y cuente con fuerzas bastantes para ello. Quien pueda invocar los poderes de excepción, los aplique y supere, ejerciéndolos, el intento de demoler el orden establecido.
A pesar de que los especialistas han recordado con cierta frecuencia la disputa de hace un siglo entre Kelsen y Carl Schmitt acerca de quién debe ser el defensor de la Constitución, estamos nosotros en otra época y esa cuestión aparece en el texto de nuestra Ley fundamental resuelta y bastante depurada. Es este documento jurídico el que hay que consultar.
La Constitución compromete en la tarea a todas las instituciones del Estado. No es preciso que justifique mucho esta afirmación. Basta con acercarse a los diferentes artículos que proclaman la unidad e indivisibilidad de la nación española, el papel de las Fuerzas Armadas, las atribuciones del Rey, los poderes de excepción con que cuenta el Gobierno, con intervención del Congreso, para la declaración de estados de excepción y sitio; la participación del Senado en la habilitación de poderes especiales para evitar la vulneración del interés general por una Comunidad Autónoma, las funciones de los tribunales, el papel del Tribunal Constitucional, o el poder de reforma constitucional que pone en manos de las instituciones del Estado la competencia de la competencia, es decir, la potestad de revisar el reparto del poder establecido en cada momento.
El Gobierno ha canalizado la defensa de la Constitución hasta ahora exclusivamente a través de la Justicia, incitando su protección por los tribunales penales y el Tribunal Constitucional. Los resultados no han sido espectaculares porque la Justicia siempre cuece las respuestas a fuego lento. Pero serán efectivos. Algunos hubieran preferido la utilización de vías más rápidas que permitieran descabezar inmediatamente la revuelta. Lo primero que debe hacerse, en caso de levantamiento, es apartar a los líderes, como los imperantes han hecho siempre a lo largo de la Historia. De aquí la apelación continua al artículo 155 de la Constitución donde se cree que residen todos los remedios. No me detengo en la exposición de las posibilidades que ofrece este precepto tan popular (mi portero me despide por las mañanas preguntándome cuándo se va a aplicar por fin) porque se ha convertido en un mito de tanto invocarlo y todo el mundo le atribuye virtudes inacabables, incluidas las que no contiene.
No soy por mi parte tan crítico con que el Gobierno, como se dice mucho, se haya escondido detrás de las togas de los magistrados. Considerando que interesa a los insurgentes que el Estado español ofrezca la imagen internacional de represor e intolerante con el ejercicio de las libertades, tiene mejor presentación y es más difícil de tergiversar que sean los tribunales, y mejor aún que sea el Tribunal Constitucional, los autores de las decisiones más serias, adoptadas en el marco del procedimiento debido y acompañado de todas las garantías.
ESTA PREFERENCIA no deja, sin embargo, al Gobierno libre de obligaciones. Las decisiones de los Tribunales tienen que cumplirse y si, como está ocurriendo con las del Tribunal Constitucional, no se atienden e incluso son motivo de burla y escarnio por parte de los más atrevidos, el Gobierno tiene que poner la fuerza al servicio de la constitucionalidad y la legalidad. También él es garante de la Constitución y el único poder del Estado que controla la coacción legítima aplicada a través de las fuerzas del orden.
Hay problemas que los tribunales no pueden resolver. El que acabo de señalar es uno. Otro la resistencia utilizando o manipulando medios de fuerza propios del incumplidor. Pero los que más difícilmente pueden dejarse a la exclusiva responsabilidad de los tribunales son los que implican a grupos amplios de ciudadanos. Las actuaciones en masa. El Estado tiene que habilitar en tal caso los medios de que dispone, que forman, a mi juicio, en dos grupos bien definidos.
Primero, las medidas de intervención, sustitución de dirigentes, redistribución y avocación de competencias: los tribunales pueden suspender y condenar a los responsables de la insurgencia; también adoptar todas las medidas necesarias para asegurar el cumplimiento de sus decisiones.
El Gobierno, por la vía ejecutiva, con apoyo del Senado, puede dar instrucciones y, en su caso, sustituir a los jefes de las instituciones catalanas, asumir el mando de las fuerzas de seguridad dependientes de la Generalitat que han dado muestras de deslealtad, y cambiar temporalmente el reparto de competencias entre el Estado y la Comunidad autónoma. A todo ello da cobertura el artículo 155 de la Constitución.
Segundo, las medidas que aseguren la eficacia y ejecutividad de las decisiones anteriores y el mantenimiento del orden: son el control total de las fuerzas y cuerpos de seguridad, y la aplicación de todas las previsiones de la Ley de Seguridad Nacional de 2015 y, en su caso, con intervención del Congreso, las que habilita la Ley de los estados de alarma, excepción y sitio de 1981. Todas estas vías suponen, como mínimo, que todos los agentes y funcionarios de las Administraciones públicas del territorio, incluidos los Ayuntamientos, quedan a las órdenes de una autoridad única designada por el Gobierno.
Y, mientras tanto, restablecido el orden constitucional, será ineludible celebrar, en cuanto sea posible, unas elecciones autonómicas ajustadas a la legalidad que permitan conocer bien la voluntad del pueblo de Cataluña. Naturalmente, también es imprescindible poner sobre la mesa propuestas inteligentes en las que basar un nuevo pacto que asegure una relación pacífica y estable de Cataluña con el Estado. Las mías siguen siendo las que figuran en Cataluña y las demás Españas (Crítica, 2014). A este libro me remito.
Santiago Muñoz Machado es catedrático de Derecho Administrativo y miembro numerario de las Reales Academias Española y de Ciencias Morales y Políticas.
Con el mismo título de este artículo se publicará, a primeros de la próxima semana, un número especial de la revista El Cronista del Estado de Derecho, que dirige Santiago Muñoz Machado. Incluye 40 colaboraciones de los mejores constitucionalistas y administrativistas del país sobre el referéndum del 1-O y la independencia de Cataluña. El artículo que publicamos resume algunas ideas del autor que se contienen en su contribución a la indicada revista.