Javier Zarzalejos-El Mundo
Ya lo dijo Pujol: «Todos los partidos tienen su gente atípica, su gente impaciente, su gente radical, su gente que vive en su torre de marfil, la gente que hubiera llevado a cabo una campaña de erosión contra la Constitución, precisamente porque la hubieran presentado como un hecho sin valor, como un hecho ya vulgar, como muchas veces sucede con lo que se ha conseguido que no se valora debidamente». Estas palabras de Jordi Pujol pueden leerse hoy con incredulidad pero fueron pronunciadas el 31 de octubre de 1978 en el Congreso de los Diputados para explicar su voto favorable al proyecto de Constitución. Lo que entonces el futuro presidente de la Generalidad de Cataluña veía como marginal -y frente a lo que marcaba distancias- se ha convertido hoy en mayoritario dentro del nacionalismo catalán empezando por él mismo.
En la propia secuencia de Pujol habría que decir que hoy el nacionalismo catalán en conjunto resulta atípico, temerario, encerrado en una torre que sólo él cree que es de marfil, conjurado contra la Constitución a la que quieren destruir «como un hecho sin valor, como un hecho ya vulgar, como tantas veces ocurre con lo que se ha conseguido que no se valora debidamente».
El contraste entre las palabras de Pujol en el Congreso y lo que está ocurriendo da la medida de la inmensa responsabilidad histórica que ha contraído el nacionalismo catalán con este persistente afán de dinamitar no sólo el marco de convivencia de todos los españoles, sino la cohesión de la propia sociedad catalana y la fuente de legitimación del mayor autogobierno del que Cataluña ha dispuesto nunca en tanto que sujeto del derecho a la autonomía reconocido en el artículo 2 de la Constitución. Lo ha hecho sin miramiento hacia el sentimiento identitario de la mayoría de ciudadanos que viven sin incompatibilidad ni agonía su condición de catalanes y españoles y renegando de su pretendido pragmatismo moderado con el que había conseguido atraer a un segmento muy amplio del electorado de Cataluña. En el órdago se han llevado por delante ese halo de gente impecablemente democrática que los nacionalistas catalanes han cultivado como otro de los frutos del oasis del que tanto se jactaban. Lo ocurrido en el Parlamento de Cataluña con el simulacro de debate de la legislación independentista es un estigma de vergüenza que se tardará en borrar.
La arrogante celebración de la ilegalidad es la actitud más autodestructiva que una sociedad puede sufrir, como bien deberían saber los propios catalanes si el nacionalismo no se hubiera encargado de hacerles creer que sus peores fracasos a lo largo de la historia han sido en realidad éxitos resonantes. La Cataluña de los independentistas ha decidido romper amarras. Pero que no se engañen. Con lo que quieren romper no es con esa idea fantasmagórica e irreal de una España opresora que sólo existe en su imaginación. Hasta tal punto tienen que hacer revivir un enemigo secular para justificarse que quieren recrear, como farsa, 42 años después, una añeja épica del antifranquismo (L’estaca incluida) de la que, para decirlo todo, ni mucho menos participaron todos los catalanes. Con lo que quieren romper los independentistas -y hacer que toda Cataluña rompa- es con una nación de la que forman parte, que se ha dotado de un Estado democrático, con un país plenamente integrado en Europa, con un pluralismo político real, con una organización territorial que desafía con ventaja cualquier comparación exterior y en el que hablar de persecución política o cultural o es mentira o paranoia. Pretenden romper, en suma, con una historia de éxito colectivo.
Entre los diferentes diagnósticos tranquilizadores que hemos venido escuchando, se ha dicho que el de Cataluña era un problema de dinero o, alternativamente, de cariño. Pero eso -dinero y cariño- es exactamente lo mismo que cualquiera reclama sea o no catalán. No creo que ayude el seguir viviendo en los estereotipos, ni añade excesivo valor continuar en la glosa diaria de la ilegalidad de lo que todos sabemos que es radicalmente inconstitucional. Y el argumento de trazo grueso que centrifuga indiscriminadamente las responsabilidades de la situación en Cataluña sobre la actuación de todos los gobiernos anteriores de la democracia resulta las más de las veces sospechosamente oportunista porque es curioso que ahora se hable del PNV elogiando su moderación y su contribución a la estabilidad del Gobierno exactamente igual que se hablaba de CiU y de su papel durante tres décadas de la política española.
Como se dice en los procedimientos judiciales -y no es por señalar- la fase declarativa ha concluido y ahora es la actuación ejecutiva la que manda. No sólo para dar continuidad a la respuesta jurídica articulada por los diversos órganos de Estado a la quiebra de la legalidad constitucional.
A medida que el independentismo profundiza en su trinchera, van perdiendo sentido las consideraciones de oportunidad para usar los instrumentos que el propio orden constitucional prevé para su defensa. El Gobierno ha adoptado un estrategia de respuesta progresiva a las actuaciones de los secesionistas y es un imperativo cívico apoyar a quien tiene la legitimidad y la responsabilidad primordial de hacer frente a esta agresión.
Pero más allá de lo que pueda deparar el 1 de octubre y del efecto final de las medidas adoptadas por el Gobierno en su compromiso de impedir que el referéndum tenga lugar, el futuro de Cataluña exige de un esfuerzo político compartido por los partidos constitucionalistas a partir de algunas premisas que hoy todavía no sabemos si son comunes.
Se puede especular con que el Gobierno catalán declare unilateralmente la independencia o convoque elecciones o las dos cosas a la vez. Por el momento es una conjetura. En cualquier caso, lo primero es no desistir, ni con desistimiento al contado, ni con desistimiento a plazos. Lo que ocurra tras el 1 de octubre no puede desembocar en una situación en la que el independentismo gane en todo caso, haciendo bueno el cálculo oportunista de los secesionistas de ocasión.
Habrá que ser consciente de que, ni en la hipótesis más optimista, un acuerdo político puede ser eficaz si no se incide sobre la opinión pública en Cataluña y sobre el electorado catalán con un compromiso visible de garantía de los derechos de todos los ciudadanos, con el fortalecimiento del tejido de sociedad civil no nacionalista y con la articulación eficaz de un espacio político y electoral que pueda erigirse en alternativa a un nacionalismo descalificado como fuerza democrática de Gobierno. Escondida bajo la presión hegemónica del nacionalismo decantado hacia la secesión, existe una Cataluña plural, dispuesta a continuar de buena fe con esa gran conversación en la que consiste la vida de una nación en democracia y libertad.
Javier Zarzalejos es director de la Fundación FAES.