En el último acto de la ópera Pagliacci (Payasos), el libreto del compositor Ruggero Leoncavallo que narra un trágico lance de celos en el seno de una compañía teatral, la fecunda lengua italiana aporta una sentencia que ha hecho fortuna –«la commedia è finita»– y que se oye en el momento justo que baja el telón. Esa percepción de que «la comedia ha terminado» resonó esta semana en el curso de la última entrega (por ahora) de esa otra comedia bufa del independentismo catalán. En ella, como en Payasos, también recelan entre sí sus dos principales protagonistas: Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, un dúo a la greña en pos de una misma ambición.
No obstante, por ser precisos, lo que cayó esta vez no fue tanto el cortinón del escenario, sino la máscara del actor principal, el prófugo Puigdemont, dejando al aire su verdadera faz. Pero el espectáculo secesionista, con esos u otros protagonistas, seguirá a poco que puedan. Creer lo contrario supondría ignorar la naturaleza misma del nacionalismo, así como su carácter tan incorregible como el que Borges achacaba al peronismo. La historia es recurrente, aunque se presente con el embozo de la novedad.
Fue el colofón de 72 horas trepidantes que siguieron al auto exprés del Tribunal Constitucional del último sábado de enero. Su batería de medidas cautelares hizo saltar por los aires la investidura-trampa del fugitivo de Bruselas, lo que hubiera ridiculizado el Estado de derecho a niveles difícilmente admisibles. Puigdemont quedó aún más desenmascarado si cabe. Con la excepción, claro, de los irreductibles que rodearon el martes la Cámara autonómica cubiertos con un antifaz con la efigie del catalán errante. Todo se debió a un percance, en apariencia fortuito, debido al indiscreto ojo electrónico de una cámara.
Puigdemont quedó en evidencia a las pocas horas de que hubiera procurado mantener el tipo en un vídeo que distribuyó por las redes sociales tras su fallido intento de ser investido telemáticamente o por diputado interpuesto. Hubo de impedírselo el presidente del Parlamento, Roger Torrent. Dando pares y nones, no quiso correr la suerte penitenciaria de su antecesora Forcadell y de su jefe de filas Junqueras.
Telecinco captó los mensajes que el fugitivo ex presidente, vía mensajería telefónica, había enviado a su compañero de escapada y ex consejero Toni Comín, un tránsfuga que ha recalado por ahora en las filas de ERC. En ellos, patentizaba la atribulación de un hombre derrotado por el Estado y traicionado por los suyos, según confesión propia. «Esto se acabó», anotó en lo que tenía visos de borrador de testamento.
En coyuntura tan adversa, Puigdemont daba por finiquitada la fuga sin retorno que emprendió como presidente de carambola, tras la decapitación de su predecesor, Artur Mas, por las huestes bárbaras de la CUP. Desde entonces, los más irreductibles fieles de un mutante político: militando en lo que antes fue la extinta Convergència, piensa como ERC y actúa como los antisistema de la CUP.
Esta particularidad lo hace un político imprevisible y dispuesto a revolverse en cualquier dirección. Su empecinamiento por ser presidente a toda costa, sin permitir ninguna alternativa –«o él o el caos», ¡como si no fueran la misma cosa!–, puede forzar unas nuevas elecciones. Todo ello en contra de lo que le piden tanto ERC como sus correligionarios del PDeCAT. Para evitar el bloqueo, Junqueras llegó al punto de ofrecerle una estrambótica Presidencia bicéfala con un presidente emérito en el exilio y otro ejecutivo al frente de una Cataluña que se devora así misma.
Aun así, no será fácil articular un mecano de esas características. Todo ello después de que los independentistas, intentando romper España, han logrado primero fracturar Cataluña hasta hacer irrespirable la convivencia y ahora se fracturan a garrotazos entre ellos. Versión catalana de la célebre pintura negra en la que Goya, reflejando su propia angustia, retrata a dos compatriotas que, enterrados hasta las corvas, dirimen sus diferencias a garrotazo limpio. Es difícil no ponerles la cara de Puigdemont y Junqueras a aquella estampa.
Ambos han llevado sus diferencias hasta el más acerbo enfrentamiento. Entretanto, Cataluña se precipita en su declive, de la misma manera que Quebec en su momento. Como en la ópera Pagliacci, habrá quienes piensen que todo es puro teatro, sin reparar en que se acaba de producir un asesinato a la vista de unos espectadores que aplauden entusiasmados el realismo de un crimen que aparentemente forma parte de la representación.
En cierta manera, Junqueras paga sus yerros. Dando por anticipada su victoria, torpedeó el intento de última hora de Puigdemont de convocar comicios para que Rajoy no aplicara el artículo 155 y el Estado no interviniera la autonomía. A este fin, activó una campaña de amedrentamiento. Incluido aquel sonoro tuit de Rufián acusándole de ser un Judas que se había dejado comprar por 155 monedas de plata. A la postre, el traspié de Junqueras le depositaría en la cárcel de Estremera y a su rival en Bruselas. Como asevera el personaje de Mefistófeles en el Fausto de Goethe: «Al final, acabamos dependiendo de aquellas criaturas que hemos creado». Así ha sido en su caso.
De esta guisa, un presidente en almoneda se agigantó y le birló el triunfo a un Junqueras al que le acaeció lo que al can de la fábula de Esopo. Perdió la carne que llevaba en la boca al intentar atrapar su reflejo en el río. Se entenderá su rabia y frustración si a esto se le suma sus muchos días entre los muros de la prisión y los muchos que aún le aguardan atendiendo a los autos del juez Llanera. Mientras, Puigdemont vuela libre como un gorrión por los andurriales de Bruselas y se dispone un palacete de president en el exilio.
Ambos creyeron enfrentarse a un Gobierno debilitado al que sacarle las hijuelas y en la confianza de que, en último extremo, podrían pactar una salida digna si su tentativa no llegaba a buen puerto de Ítaca, y a fe que así parecía ser. No repararon, empero, en aquello que, en otra encrucijada crítica, sor María Jesús de Agreda aventuró a Felipe IV: «Esa navecilla de España no ha de naufragar jamás, por más que llegue el agua al cuello».
En este sentido, ha sido proverbial el papel del Rey, sabedor de que se jugaba la Corona y la Nación, y su ya histórico discurso del 3 de octubre, instando a todos los órganos constitucionales a hacer frente a la deslealtad clamorosa (y consuetudinaria) del independentismo.
A Felipe VI no le vino mal aquel empeño de su padre de que le acompañara en la tarde-noche del 23-F de 1981, durante el asalto armado al Congreso del teniente coronel Tejero. Ya se lo advierte, en el Cantar del Mío Cid, el caballero burgalés a Alfonso VI: «Muchos males han venido / por los reyes que se ausentan». A este respecto, don Felipe ha sabido jugar el papel moderador que le reserva la Carta Magna y que asegura la buena relación entre el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial, basado obviamente en un mero poder moral (auctoritas), incompatible con cualquier potestad o función ejecutiva (imperium o potestas).
En este sentido, y por encima de las estrategias a corto plazo de Gobierno y partidos, la Justicia se puso en marcha sin atender a esas conveniencias, sino al estricto cumplimiento de la ley. El menosprecio y desdoro de la misma sólo franquean la puerta a la arbitrariedad y a la imposición, como bien enseña la historia. A partir de la entrada en acción de los togados, desde los jueces de primera instancia a los del Tribunal Supremo, pasando obviamente por el Tribunal Constitucional, el independentismo ha pasado de enseñorearse de la situación, con su vivir rollizo y contento, a enflaquecer.
Una Justicia puesta a prueba ha respondido con la inteligencia de aquel privado del rey moro de Granada al que el monarca le ordenó, para conocer de veras su condición, una empresa aparentemente irresoluble, so pena de caer en desgracia. Le entregó un carnero al que debía darle de comer todo lo que quisiera y devolvérselo flaco al mes.
Aquel fiel servidor nunca creyó salir bien librado del envite. Pero tanto caviló que halló la luz. Hizo construir dos jaulas una al lado de la otra: en la primera, introdujo el carnero; en la otra, un lobo. Al carnero le suministraba su ración cumplidamente y al lobo tan mínima que siempre tenía hambre, de modo que procuraba echar la garra, sacando su zarpa entre las rejas, a la comanda del privilegiado. Temeroso de la cercanía de su enemigo, la comida le hacía tan mal provecho que el carnero se quedó en los huesos. Resuelto el dilema, el favorito conservó la gracia real.
Algo parecido ha acaecido con el independentismo: ha bastado la presencia de la Justicia para que lo que parecía imposible se hiciera realidad por temor de los golpistas a las consecuencias penales derivadas de contravenir las normas que garantizan el Estado de derecho. No cabe duda de que el mejor camino para conservar las instituciones es prestigiarlas con su actuación frente a aquellos que se valen de los derechos y libertades constitucionales con el propósito declarado de socavarlas y destruirlas.
Por eso, no caben concesiones con quienes, a poco que puedan, iniciarán un nuevo acto de esta comedia que no dan por acabada y a los que jamás se oyó de su boca verdad que no saliese adulterada, aunque haya oídos solícitos a escuchar sus cantos de sirena, aun cuando «la commedia non è finita». De este modo, huyendo de un peligro, se darán en otro.