No se trata de que la sentencia apruebe o niegue la constitucionalidad del Estatut, sino de que elimina las aristas, incluso al precio de incurrir en alguna ambigüedad (el catalán, lengua vehicular) hasta convertir al Estatut, mediante un número reducido de anulaciones y uno mayor de reinterpretaciones, en una norma constitucional.
Nada refleja mejor la maraña que ha envuelto al tema del Estatut que el interminable debate sobre la condición nacional de Cataluña, reconocida en su preámbulo. Por ello, hace meses que la oposición de un notable constitucionalista disipó la posibilidad de un acuerdo «progresista» sobre el conjunto del texto, y ahora la sentencia corta el nudo gordiano pronunciando una obviedad, pues no otra cosa es advertir que una declaración incluida en un preámbulo carece de efectos normativos, con un añadido que lía un poco más las cosas al acentuar los perfiles de dicha restricción. Curiosamente, si abandonamos la polémica y regresamos al polémico texto, las sombras desaparecen.
Los redactores del Estatut describían una situación real, indiscutible, de afirmación por el Parlamento catalán en nombre de una mayoría de los catalanes, en el sentido de que Cataluña es una nación. La siguiente frase parecía anunciar un refrendo infundado del reconocimiento constitucional de dicha propuesta, pero a continuación la ambigüedad se desvanecía al advertir que tal reconocimiento por la Constitución de la «realidad nacional» se da en cuanto nacionalidad. La jerarquía entre nación y nacionalidad quedaba establecida así desde el mismo preámbulo, sin necesidad de proceder a una reafirmación tajante de la nación única, la española, con el consiguiente efecto de desafío. Un guante que como vemos está siendo recogido.
No importa si el PP resulta o no desautorizado. Cuenta ante todo la imbricación de los contenidos jurídico-políticos de la sentencia con el estado colectivo de irritación, impulsado por los líderes políticos y de opinión en la sociedad catalana. Derecho Constitucional y análisis psicológico-social han de conjugarse si aspiramos a un balance ponderado. Esta exigencia es tanto mayor cuanto que en todo el proceso la incomprensible tardanza, los cuatro años de espera por parte del Tribunal Constitucional (TC), se han convertido en un poderoso estímulo para la radicalización de las posiciones y para el desprestigio del ordenamiento constitucional español. Resulta erróneo estimar que el contenido jurídico de la sentencia pueda mantenerse inmunizado ante la contaminación de ese ambiente malsano de espera interminable y perniciosas filtraciones. Los tejemanejes en torno al TC han proporcionado un argumento inmejorable a aquellos dispuestos a descalificar toda decisión que no sea el visto bueno in toto para el texto de 2006.
Claro que eso no es todo. La situación recuerda las negociaciones en el 68 de los dirigentes checos apresados en Moscú con Brezhnev y su séquito. Por norma, en toda negociación entre partidos hermanos había que aprobar una declaración común, y los soviéticos presentaron el suyo. Solo que cada vez que la comisión checa les llevaba propuestas de modificación, los soviéticos las rechazaban sin mirarlas. En el caso catalán, la historia se repite: la menor alteración del texto originario resulta una afrenta. Toda opinión discordante, un atentado contra la democracia catalana desde el centralismo español. Un escenario sumamente peligroso para todos, salvo para los independentistas catalanes, que tuvo su origen en la insensata proclamación por Zapatero del ámbito catalán de decisión en noviembre de 2003. De ahí surgió una legitimidad para el ejercicio de un poder constituyente catalán, que las Cortes de Madrid convalidarían, como así hicieron, sin que las exigencias derivables de la Constitución española debieran ser tenidas en cuenta. La simple existencia de un Tribunal Constitucional se volvía intolerable ante su posible aceptación de eventuales recursos. Zapatero dijo que tocaba a los catalanes decidir y al Gobierno socialista de Madrid convalidar. La manifestación del día 10 llevó por lema Nosaltres decidím! Lógico.
En contra de tantas críticas recibidas, tal vez la sentencia aprobada se encuentre entre las mejores posibles. Aplicando el lema fortiter in re, suaviter in modo, renuncia a seguir la vía sugerida por el recurso del PP de múltiples anulaciones de artículos del Estatut para centrarse en la reconducción de aspectos esenciales. No se trata de que la sentencia apruebe o niegue la constitucionalidad del Estatut, sino de que elimina las aristas, incluso al precio de incurrir en alguna ambigüedad (el catalán, lengua vehicular) hasta convertir al Estatut, mediante un número reducido de anulaciones y uno mayor de reinterpretaciones, en una norma constitucional. La primacía constitucional sobre un estatuto no podía ser discutida, y no lo ha sido, con un inteligente giro al convertir la bilateralidad en cooperación. El vértice del poder judicial es estatal, así como la primacía en la regulación de competencias compartidas; la promoción del catalán no puede llevar a la subalternidad del castellano; el privilegio en la financiación estatal resulta corregido; la disponibilidad lingüística excluye todo atentado a la paridad de las lenguas.
Demasiado, por si no bastase la afrenta de tocar lo intocable. Pero el problema es de fondo y remite al secular desfase de Cataluña respecto de la trayectoria histórica española. La conclusión para los manifestantes es bien simple: «Constitución española, ¿para qué?». Es tiempo de releer La pell de brau, La piel de toro, de Salvador Espríu, asumiendo que solo hay un camino para reencontrar la fraternidad perdida: Escolta Sepharad, els homes no poden ser si no son lliures. Y libertad implica derecho y renuncia a la demagogia.
Antonio Elorza, EL PAÍS, 30/7/2010