MARGARITA RIVIÈRE, EL CORREO – 30/08/14
· Mas explota hábilmente la situación de enfado para empuñar una radicalización extrema contra Madrid y disimular sus progresivas privatizaciones.
Interrogantes. Ambigüedades. Inquietud. Voluntarismo. Resignación. Decepciones. Enfado. Asombro. Incertidumbre. Este podría ser un resumen del panorama que se percibe entre los catalanes. Para las generaciones que no vivieron la Guerra Civil (la mayoría de ciudadanos) es una situación curiosa: esta confusión se veía venir desde antes de 1980, que empieza a gobernar Pujol, pero también resulta algo nunca visto.
Para el nacionalismo pujolino, Madrid siempre fue responsable de todos los males catalanes. Era una estrategia que desviaba las responsabilidades del Gobierno catalán. Los historiadores aclararán cómo fue la negociación de la Constitución y verificarán si Jordi Pujol no quiso para los catalanes un sistema como el Concierto vasco porque poner impuestos era políticamente ‘antipático’.
Así pues, Madrid recaudaba y administraba (aún lo hace) los impuestos catalanes y el Gobierno autonómico se dedicó prioritariamente a reclamar competencias (aunque no estuvieran suficientemente dotadas). Pero Pujol, hoy confeso defraudador, prestó otros servicios a los gobiernos españoles: los apoyaba en las Cortes, fueran conservadores o socialistas, y eso tendría sus compensaciones en forma de ‘agradecidos’ silencios piadosos (caso Banca Catalana) a las triquiñuelas económicas que, poco a poco, se apoderaban de partes decisivas de la política española.
Esta línea ha durado hasta que la negociación del Estatut/Maragall-Zapatero incorporó surrealismo a unas relaciones complicadas. Si Maragall quiso ser Pujol y José Montilla quiso ser Pasqual Maragall, a Artur Mas, actual presidente de la Generalitat, le ha tocado bregar con esta historia de buenos y malos que ha llegado al punto de ‘hora de la verdad’: la necesidad de aclarar las cosas resulta imprescindible.
En esta ‘hora de la verdad’ –ya en época del Gobierno de un Rajoy que lideró una campaña anticatalana– la estrategia nacionalista estaba obligada a dar algún paso. Tras probar el fracasado ‘pacto fiscal’, llegó el órdago: vamos a votar si nos vamos de España. Todo muy pacífico, pero poco claro (desde el principio) sobre qué legalidad ampararía la secesión: si la española o la de una Cataluña sin competencias para decidir la cuestión. La apuesta era la independencia (secesión), recubierta de un piadoso eufemismo, el ‘derecho a decidir’, sobre el cual se debería basar la reclamación.
El Gobierno de Mas (CiU) no se pronunciaba abiertamente por la independencia, pese a su alianza con ERC y las movilizaciones promovidas por la poderosa Assemblea Nacional de Catalunya y Omnium Cultural (masivas Diadas en 2012 y 2013), que disponen de fondos considerables y poco transparentes. El combate por el ‘derecho a decidir’ –equiparado a la defensa radical de la democracia– contaba con otra baza: el padre de la patria, Jordi Pujol, hacedor de mayorías españolas, se declaró «independentista» tras, dijo, «constatar el fracaso de tener una relación fluida con España».
El Gobierno Rajoy no intenta un acuerdo político sino que crea ‘independentistas’ catalanes en decisiones que resumen los 28 casos que el Gobierno Mas ha elevado al Tribunal Constitucional por invasión de competencias autonómicas. Son claras en Cataluña las ‘medidas recentralizadoras’ del Gobierno de Madrid. Explosiva combinación de circunstancias: CiU (no sin problemas internos y con UDC de Duran i Lleida) pacta con los independentistas de ERC, mientras el PP, siempre minoritario en Cataluña, se cierra a explorar alternativas políticas y legales.
Europa es la gran excusa, tanto de Mas como de Rajoy para coincidir en lo impopular: apoyar la austeridad y laminar el Estado de bienestar. La situación de enfado de los catalanes es hábilmente explotada por Mas para disimular sus progresivas privatizaciones (y concesiones) y dirigir ese enfado ciudadano hacia Madrid. Con esta radicalización extrema se culmina hoy una desafortunada historia de desencuentros y errores (por todas partes) en las relaciones entre los gobiernos catalanes y el Gobierno central.
En este marco (muy resumido) se situarán los hechos hasta el día 9 de noviembre: declaración de Pujol en el Parlament sobre su confesión de defraudar 34 años al fisco, el 11S sabremos (quizás) si la Diada será decisiva en el proceso, el 15 declara ante el juez Ruz el hijo mayor de Pujol, imputado en delitos tributarios; del 16 al 18 (coincidiendo con el referéndum escocés) debate del Estado de la nación en el Parlamento catalán y aprobación de la lLey de Consultas catalana: previsiblemente el Gobierno central la recurrirá al Constitucional. ¿Se celebrará la consulta? Nadie lo sabe, pese a que la Generalitat asegura tener todo preparado.
Mas a veces dice que su «único programa es votar» y otras que siempre actuará dentro de la legalidad. ¿Catalana o española? ¿Tendrá la catalana las suficientes garantías censales y democráticas? ¿Cómo administrar ‘el día siguiente’ a la hipotética consulta? Nadie lo sabe. Tampoco se sabe cuántos catalanes estarían o no por la independencia (los independentistas dicen tener mayoría suficiente: ¿Cuál?). ERC, ANC y Omnium aseguran que «todo será mejor con la independencia, no habrá paro»: bastante gente está ilusionada con esta idea que promete ‘olvidarse de Madrid’. Hay razones para entenderles, pero los no independentistas ven la independencia como una utopía en un mundo global implacablemente interrelacionado. Y a muchos catalanes les preocupa y desagrada el enfrentamiento social que tanta incertidumbre produce.
MARGARITA RIVIÈRE, EL CORREO – 30/08/14