Carlos Sánchez-El Confidencial

  • El indulto es lo de menos. Lo importante es Cataluña, y hoy el sistema político es incapaz de ofrecer una solución. Ese es el drama. Y lo demás es ruido político

Es probable que el mayor daño que ha hecho al conjunto de España lo sucedido en Cataluña en la última década, al menos desde la sentencia del Constitucional sobre el Estatut, sea el encanallamiento de la vida pública. Incluso, por encima del enorme coste que ha tenido para la convivencia entre catalanes. 

Su capacidad de contaminarlo todo ha sido verdaderamente prodigiosa. De hecho, no se entiende el descrédito de la política y el apogeo del populismo sin el ‘procés’, que explica que en un tiempo récord se haya producido el auge y caída de casi todo el sistema de representación política. Cataluña lo ha condicionado todo. Ha alumbrado partidos y los ha destruido con la misma rapidez. Los ha encumbrado y los ha enterrado. Yo te lo di, yo te lo quité, que dice el saber popular. 

La derrota del bipartidismo imperfecto que ha funcionado en España en los últimos cuarenta años, de hecho, tiene mucho que ver con el ‘procés’, además de otras cuestiones como la corrupción, los recortes o el agotamiento de una forma antigua de hacer política que no supo entender los cambios generacionales. Cataluña, entre otras cosas, ha ahogado la posibilidad de una reforma de la Constitución para ponerla al día o ha quebrado, incluso, la posibilidad de hacer políticas de Estado en materias que afectan al conjunto del país. Cataluña, como si fuera una mala influencia, lo ha corrompido todo. 

Cataluña lo ha condicionado todo. Ha alumbrado partidos y los ha destruido con la misma rapidez. Los ha encumbrado y los ha enterrado 

También ahora, cuando España comienza a salir de la mayor crisis económica desde la guerra civil, Cataluña marca la agenda política. Precisamente, porque lo que sucede allí es lo que divide a los dos principales partidos del sistema parlamentario, que han encontrado en la realidad catalana el principal argumento para marcar territorio.

Sánchez necesita a los independentistas para gobernar y Casado —como hizo Rajoy en la primera legislatura— los necesita para ser hegemónico en la derecha. Vox renació en Andalucía con la cuestión catalana de fondo y hoy se ha convertido en la cuarta fuerza en el Parlament, y el líder del PP, que está obligado a mirar por el retrovisor de su derecha, sabe que si quiere recuperar esos votos necesita comprar el discurso de Abascal.

La gobernabilidad

La reunificación de los partidos conservadores, de hecho, pasa por mantener una misma postura sobre Cataluña. Al PP, en contra de lo que pueda parecer de forma intuitiva, le irá bien la nueva foto de Colón porque hurga en el espacio político que le robó Vox. Como sucedió en el Madrid de Ayuso, se equivoca la izquierda si piensa que la manifestación de este domingo le va a costar votos a Casado. Le costará a la gobernabilidad de España. 

Lo paradójico es que Sánchez y Casado saben que no habrá solución para Cataluña, al menos temporal, y en el marco de una nueva ‘conllevanza’, utilizando la vieja expresión, si previamente no hay un acuerdo entre los dos principales partidos del sistema político. Entre otras razones, porque cualquier reforma del Estatut que afecte a la Constitución debe contar con una mayoría cualificada que hoy no suman Sánchez y sus socios parlamentarios, además de ser una temeridad política. Eso hace que la llamada mesa de diálogo sea una simple pantomima que busca solo aparentar que se busca una solución. 

Se equivoca la izquierda si piensa que la manifestación de este domingo le va a costar votos a Pablo Casado 

El Gobierno, para capitalizar un nuevo clima de entendimiento y para poder seguir contando con los votos de ERC, y la Generalitat para no reconocer que el ‘procés’ ha muerto, que la república era una ensoñación, como dijo el Supremo. De lo que se trata ahora es de ganar tiempo, como sea. Aunque lo que se negocie sea pura filfa. Ruido político. Lo que están comprando Junqueras y Sánchez es tiempo. Sin duda útil y necesario para favorecer la convivencia, pero inútil para resolver la cuestión de fondo, que es poner al día el Título VIII de la Constitución, completamente superado durante la pandemia. No se hará, precisamente, porque Cataluña lo contamina todo. 

Y para demostrarlo ahí están las declaraciones de Ximo Puig, que, de forma irresponsable, reclama un Concierto fiscal con el Estado si Cataluña lo obtiene. No es que el presidente valenciano piense que el autogobierno fiscal es lo mejor para su comunidad, sino que lo reclama simplemente porque su objetivo es alcanzar el mismo techo competencial que Cataluña, lo que refleja una estulticia en grado sumo. La vieja política, medievalizada, como ha escrito con lucidez José Antonio Zarzalejos, de agravios y de envidias que lo envenena todo y bloquea el sistema político. 

Es en este contexto en el que hay que situar los indultos, que, aunque pueda parecer lo contrario, son un asunto menor respecto de lo que está en juego, que es el futuro de Cataluña y, en paralelo, una modernización de las estructuras territoriales del Estado que se han quedado obsoletas. En unos casos, por ausencia de instituciones para ganar en eficiencia administrativa, y que son consustanciales para la construcción del Estado federal hacia el que debería caminar España, y en otros, porque la Constitución de 1978 no podía anticipar los profundos cambios que vive hoy el mundo, y que requieren nuevos marcos competenciales.

Medidas de gracia

El debate, de hecho, no es si debe haber indultos, cuya concesión no va a cambiar la historia de España más allá de alguna magulladura en el Estado de derecho, como lo son, en realidad, todas las medidas de gracia. Lo relevante, por el contrario, es conocer si los partidos centrales del sistema político, al tener una representación mayoritaria en el conjunto del Estado, son capaces de ofrecer una salida a Cataluña aceptada por el 60% o el 70% de la población (los independentistas siempre estarán ahí). Incluyendo, en su día, la posibilidad de excarcelar a los presos de Lledoners. De lo contrario, es probable que la política catalana —y con ella la del conjunto del país— continúe sumida en lo que el jurista Muñoz Machado ha llamado ‘anomia’, que se produce cuando la ley brilla por su ausencia en un sistema político. 

Los indultos, sin embargo, tal y como los ha presentado el Gobierno, se plantean como un cambio de cromos para salvar la legislatura, pero no como parte de una estrategia global destinada a encauzar la cuestión catalana, que necesariamente debe incorporar al PP y al resto de partidos que lo consideren oportuno. Y ese es el problema. No hay que olvidar que cualquier acuerdo puede ser revertido por un nuevo Gobierno con la misma legitimidad que van a tener Sánchez y los independentistas para pactar el suyo, lo que explica que la clave esté en el perímetro de lo que se quiere negociar, cuyos límites los marca la Constitución, que no está grabada en piedra, sino que está sujeta a los cambios sociales y políticos.

Sánchez y Aragonès pueden firmar lo que quieran, pero cualquier decisión estará sometida al principio de legalidad, incluidas las de carácter económico. Casado, Abascal y Arrimadas pueden manifestarse lo que quieran, pero el dinosaurio, ahora desarbolado, seguirá ahí como en el famoso cuento de Monterroso. Los indultos, de hecho, son irrelevantes frente a la cuestión de fondo, que es encauzar la cuestión catalana. 

Eso lo entendió bien Suárez cuando a comienzos de la Transición aprobó la Ley de Amnistía y se trajo a España a Tarradellas —con su célebre Ja sóc aquí— justo una semana después de su aprobación, y por eso algunos juristas han encontrado en el choque entre el Gobierno y el Supremo cierto paralelismo con lo que sucedió en 1977, cuando los magistrados del alto tribunal (nombrados por la dictadura) se opusieron a la legalización del PCE que impulsaba Suárez.

El PCE y los indultos

Lo que sucedió entonces, recuerdan Enrique Lillo y Antonio Baylos, es que ante las presiones del entonces ministro de Justicia, Landelino Lavilla, el Supremo se declaró incompetente para sentenciar si los estatutos del partido vulneraban el artículo 172 del Código Penal, que regulaba las causas de ilicitud, como el atentado a la moral pública o cuando la asociación en cuestión tuviera por objeto cometer algún delito. Se cuenta que fueron los exmagistrados del TC Arozamena y Mendizábal quienes urdieron una treta para que fueran los fiscales de sala quienes dijeran que no había ningún dato que determinara que el PCE fuera a actuar como una asociación ilícita, lo que permitió su legalización. 

Suárez ganó una batalla extraordinaria que abrió el camino de la democracia, pero precisamente porque la legalización del partido que más se opuso a la dictadura —como la restitución de la Generalitat en 1977— era una condición necesaria para la convivencia. Sin la legalización de todos los partidos, no se podía convocar el 15-J. Es decir, había detrás una estrategia política —sin duda arriesgada por la amenaza golpista— que hoy no aparece por ningún lado más allá de sujetar la legislatura a un Gobierno que cuenta con apenas 120 diputados y un plan comprometido con Bruselas que requiere mayorías suficientes. 

Hoy, por el contrario, no hay estrategia alguna para encauzar la cuestión catalana, y ese es el drama que vive la política española, que desde el extranjero, al margen de las razones económicas a causa de la crisis, se sigue viendo como un factor de preocupación para los inversores, como se refleja en los diferenciales de prima de riesgo. Preocupación que solo puede crecer a medida que se acerquen las elecciones. 

No hay estrategia alguna para encauzar la cuestión catalana, y ese es el drama que vive la política española 

Es probable, sin embargo, que durante un tiempo se dé apariencia de que se está encauzando el problema de Cataluña, pero nada más lejos de la realidad. De lo que se trata solo es de ganar tiempo. Ni más ni menos. La historia será muy dura con la actual generación de dirigentes que ha envenenado la vida política jugando, como truhanes, con Cataluña. El rehén es Cataluña.