Carlos Sánchez-El Confidencial
- Se ha asumido que la acción política en Cataluña es inútil y no hay nada que hacer. Basta con aplicar el reproche penal. Si los independentistas van a lanzar un nuevo órdago, se viene a decir, para qué hace falta la política
A la hora de entender lo que ha sucedido en la política catalana en la última década, y cuyo origen lo sitúa el magistrado Llarena en su reciente auto en el 19 de diciembre de 2012, el día en que Artur Mas y Oriol Junqueras firmaron un pacto de legislatura, existe una idea recurrente. Y no es otra que lo inevitable de un nuevo procés unilateral entendido como un desafío al Estado y a la propia Constitución.
En el debate político y mediático, de hecho, es habitual leer y escuchar que los independentistas volverán a hacerlo, y ahora con más razón habida cuenta de que el delito de sedición ha sido eliminado del Código Penal y se ha suavizado el de malversación de caudales públicos. Como si el anterior, más duro, hubiera evitado la andanada nacionalista. Los propios independentistas —en esto hay coincidencia— han hecho suya la proclama que hizo Jordi Cuixart, uno de los condenados, en el juicio que presidió el magistrado Marchena: «ho tornarem a fer». O lo que es lo mismo, «lo volveremos a hacer». Desde luego, no engañan a nadie.
Se ha creado en la opinión pública el sentimiento de que un nuevo ‘procés’ es inevitable, lo que empieza a parecerse a una profecía autocumplida
De esta manera se ha creado en la opinión pública, con todas las excepciones que se quieran, un sentimiento —ahora se llama marco en la jerga de los politólogos— que viene a decir que es inevitable una nueva asonada en el sentido que da la RAE a este concepto: reunión tumultuaria y violenta para conseguir algún fin, por lo común político. En definitiva, una especie de profecía autocumplida que hace que lo falso, pasado el tiempo, se convierta en verdadero. Simplemente, porque es inevitable, lo que explica que de forma tácita, no buscada, se avance en esa dirección.
El hecho de que alguien quiera que se haga algo, sin embargo, no significa que necesariamente se vaya a hacer. Y menos si se trata de un simple pronunciamiento que en ocasiones está dirigido al consumo interno para mantener viva una falacia: la república es posible en el actual marco europeo. Claro está, salvo que la política, que es el territorio donde se dirime el conflicto social, dé un paso atrás y asuma lo que en el ámbito de la filosofía se conoce como determinismo, que niega la autonomía del individuo para tomar sus propias decisiones y cambiar el curso de los acontecimientos. Es decir, se considera que existe una relación causa-efecto de la que nadie puede escapar. ¿La razón? Es inevitable, como las profecías que asustaban en la Edad Media, porque su origen es divino.
Un Código Penal preventivo
En el caso de Cataluña se asume, de esta manera, un cierto fatalismo histórico que consiste en dar por hecho que el resto de España no podrá huir de la calamidad porque está predeterminado. O, incluso, está escrito en el cielo: sí o sí habrá nuevo procés en un periodo de tiempo, digamos, razonable. Eso explicaría el carácter preventivo —no solo punitivo— que algunos quieren dar al Código Penal en el actual debate político: solo con penas muy duras, cuanto más altas mejor, se podrá evitar otro zarpazo secesionista. Una especie de bálsamo de fierabrás para resolver los problemas políticos.
El resultado de esa estrategia, desde luego en el caso del PP, supone, en la práctica, que una norma destinada a reprimir conductas ilegales, y que necesariamente está pensada para actuar ex post, se concibe ahora por algunos dirigentes políticos como un instrumento de carácter preventivo destinado a ocupar el espacio que deja la política. Cataluña, se viene a decir, es una cuestión de orden público y solo el Código Penal puede evitar lo que nadie quiere que suceda.
Es verdad que el sectarismo y la deslealtad de los independentistas catalanes con las instituciones que les dan cobijo viene de lejos y no parece tener límites, como pudo comprobar la II República nada más nacer. Pero también es cierto que la llamada cuestión catalana viene envenenando la política española desde hace mucho tiempo. Hasta el punto de que lo que allí sucede condiciona el comportamiento de todo el sistema de partidos.
Lo que hoy separa a Sánchez y a Feijóo para hacer reformas de Estado no es la ideología, sino la relación con EH Bildu y los independentistas
El pacto tácito de la Transición entre las dos grandes fuerzas del sistema, de hecho, comenzó a quebrarse tras la segunda legislatura de Aznar, y alcanzó su cenit con el Estatut aprobado en tiempos de Zapatero, que levantó una frontera —tras la sentencia del Constitucional— que hoy dos décadas después sigue siendo infranqueable. El papel de partido bisagra que tuvo algún día la vieja CiU de Pujol también ha desaparecido y hoy el bibloquismo que vive la política española tiene que ver, sobre todo, con la posición de cada partido respecto del independentismo catalán y vasco (en este caso aderezado con el terrorismo) más que con diferencias ideológicas tradicionales. Es decir, las disputas clásicas en el eje izquierda-derecha.
Incentivos perversos
Lo que hoy separa a Sánchez y a Feijóo, más que ninguna otra cosa, también a sus respectivos compañeros de viaje, es la relación parlamentaria que tiene el Gobierno de coalición con EH Bildu y los independentistas catalanes, lo cual permite identificar claramente la naturaleza del problema. Es probable que la causa tenga que ver con que ambos partidos cuentan con incentivos inversos y en cierta medida perversos. Mientras que el PSOE necesita ser fuerte en Cataluña para poder gobernar en Madrid, sobre todo después de haber perdido Andalucía, al PP le conviene situar en el centro del debate político lo que sucede en la política catalana.
Esto es así, como alguna vez sucedió en el País Vasco, porque el independentismo le da votos en el resto de España, lo que explica que no tenga ninguna necesidad de dar una respuesta política a la cuestión catalana. Cataluña, en el otro lado, es tan determinante que la única oposición que ha encontrado el propio Sánchez en el PSOE, donde reina con un poder absoluto, tiene que ver con los acuerdos que ha cerrado con sus socios independentistas, con quien ha formado eso que se ha venido en denominar de forma despectiva Gobierno Frankenstein. Hasta Vox debe su existencia a lo que sucedió en Cataluña en 2017. Antes era un partido residual y el procés lo llevó primero al parlamento de Andalucía y después a la carrera de San Jerónimo. El partido de Abascal, incluso, se ha merendado a Ciudadanos, cuyo auge y caída está también muy vinculado a Cataluña. Ni Cs ni el PP capitalizaron la foto de Colón, lo hizo la extrema derecha.
Si los independentistas van a lanzar un nuevo órdago, se viene a decir, para qué hacer política, para qué construir una alternativa
Es en este contexto en el que ha germinado y se extiende como una mancha de aceite la idea de lo irremediable, lo que no se puede evitar: un nuevo procés. Y es así porque se ha asumido que la acción política —desde luego en el caso del PP— no tiene nada que hacer y solo basta con aplicar el reproche penal. Si los independentistas van a lanzar un nuevo órdago, se viene a decir, para qué hacer política, para qué construir una alternativa capaz de fortalecer el constitucionalismo, por ejemplo, en las próximas elecciones municipales. Para qué tejer nuevos pactos que desbaraten la estrategia de ERC o de Junts. Para qué un acuerdo entre los dos partidos para actualizar el modelo territorial y poner al día sus desajustes. Para qué gobernar creando instituciones sólidas y legitimadas por la gran mayoría del parlamento. Ese es, precisamente, el error Sánchez, pretender que sin el concurso del PP se puede normalizar la realidad política catalana. El infierno, ya se sabe, a veces está empedrado de buenas intenciones.
Ni que decir tiene que este es el escenario más útil para los propios independentistas, que de esta manera continúan en el centro del tablero político, aunque su influencia real sobre la realidad catalana —tras el desastre del 1-0— haya ido cayendo de forma significativa desde 2017. Hoy sus líderes están muy desgastados y en la última encuesta del CIS catalán ninguno supera el aprobado. Es verdad que los partidarios de la independencia suponen todavía el 34% del electorado cuando la pregunta se formula con cuatro respuestas distintas, pero los que la niegan son el 52%, la cifra más alta desde 2015 (y eso que gobierna ERC).
Da lo mismo. El mero hecho de que digan que lo van a hacer, aunque ahora no existe ni la más mínima probabilidad de que lo hagan, dinamita el sistema político e institucional en el conjunto del Estado. La crisis del Consejo General del Poder Judicial y, por supuesto, la del Constitucional tiene, de hecho, mucho que ver con la toxicidad que transmite la cuestión catalana sobre el conjunto de la política española. Lo paradójico es que todo el mundo lo sabe, pero poco se hace. Lo inevitable mueve montañas, aunque sea evitable.