Josep López de Lerma-El Mundo
El autor sostiene que, con su mayoría de escaños, el independentismo es quien debe gobernar en Cataluña. Pero el hecho de que Cs sea la fuerza más votada le obliga a hacerlo incorporando la otra realidad españolista.
Es por todo ello que empiezo afirmando que el presidente José Maria Aznar tuvo buen olfato cuando dijo aquello de que «antes se romperá Cataluña, que España». Así ha sido. Por vez primera en la historia centenaria del catalanismo político, un partido autoproclamado no catalanista ha ganado unas elecciones al Parlament. Éste no es un detalle menor ya que, junto a la polarización dada en torno a Cs y a la suma de JxCat y ERC, pone sobre la mesa una realidad hasta ahora negada. Una substantividad feroz: No hay una «única» Cataluña, sino como mínimo dos. Aquello bondadoso e inteligente de Josep Benet de llegar a ser un sol poble (un solo pueblo) como objetivo cívico–político–nacional a alcanzar, atendida la realidad de la fuerza inmigratoria de habla castellana de los años 60 y 70 del siglo pasado y la necesidad de una cohesión social fuerte, se ha ido al cuerno por más que todas las fuerzas políticas y sindicales lo incluyeran en su ideario y lo practicaran en su quehacer en estos últimos 40 años.
Cataluña se ha roto, efectivamente, creando dos grandes bloques que, hoy por hoy, son irreconciliables. La polarización electoral que se ha dado en estas elecciones tiene naturaleza inequívocamente identitaria. El sentimiento de pertenencia, unos a Cataluña y los otros a España, sin medias tintas por en medio, ha sido la causa. Fueron una legión los catalanes que votaron en defensa propia y en contra del avance del otro. El resultado, un desastre, medido sociológicamente, porque nos arroja una Cataluña bipolar. Bipolar en cuanto a polos atrayentes de votos y repelentes en cuanto al siempre necesario diálogo y entendimiento entre partidos políticos. Bipolar, también, en términos psiquiátricos, por la alteración cíclica y recurrente de los estados de ánimo que tienden a conductas depresivas, paranoicas y hasta incluso agresivas. Malo.
Un buen amigo mío venía recordándome, cuando lo del proceso, que todo mago que deseara sacar un conejo de su chistera, antes debía ponerlo en la misma. Cierto. Pero se llegó a lo que él consideraba «algo altamente inquietante»: El mago, por independentista, llegó a creerse de manera convincente para él y para los espectadores que, sin poner antes el conejo, el conejo podía salir de su chistera. Pues bien, el conejo, que nunca antes existió, ha surgido aullando, porque conejo nunca fue, y ha puesto encima de la mesa la desnudez de una Catalunya fracturada en lo más íntimo de cada uno de sus ciudadanos, como es su sentido de pertenencia a una colectividad organizada.
EL INDEPENDENTISMO, en su locura irredenta, en su falsedad conceptual y su habilidad para convertir una mentira en una verdad, siguiendo el manual de Goebbels, contando –según se me dice– con unas 30.000 webs puestas a su servicio, ha ido captando electores a la vez que arrinconaba de malas maneras, tanto como fascistas, a «los otros». De este pulso ha nacido un «país de trincheras», unas para hacerse con todo el territorio y las otras para defender «su» territorio. Créame, estimado lector, si le digo que no sólo hay quienes se han sentido forasteros en su casa y han ido a defenderla en las urnas, sino que hay odio en uno y otro gran bloque político. A las redes sociales me remito. Y el odio, bien lo sabemos, es la antesala del guerracivilismo. El Estado debe tomar buena nota.
Sin embargo, en todo resultado electoral hay un mensaje de la ciudadanía. A veces, de fácil interpretación, como cuando una formación política se alza con la mayoría absoluta; en otras, de compleja lectura, como ahora mismo se da en Cataluña. Enrevesado si además está aderezado con una mayoría parlamentaria que no se corresponde con la mayoría de votos. A mi modesto entender, el mandato no es otro que «yo te doy el voto para que gobiernes, pero si hay empate, tú estás obligado a encontrar una salida». Si los independentistas vuelven a creerse que teniendo la mayoría absoluta de escaños pueden seguir hablando en nombre del pueblo de Cataluña, no sólo se equivocan, sino que destruyen de antemano toda posibilidad de gobernabilidad. Encima se incrementará la inquietud de los identitariamente expulsados y esto va a ir de mal en peor.
Resultan evidentes, en mi humilde parecer, un par de cosas. La primera, el independentismo ha llegado con vocación de quedarse. No es algo circunstancial, sino estructural. Tampoco ha nacido por generación espontánea, sino que detrás tiene unos cuantos quinquenios de lenta y oculta larvación. Y la segunda, es el independentismo, en su triple fraccionamiento, quien debe gobernar Catalunya. Así lo señala objetivamente la posesión de una mayoría absoluta de escaños. Pero debe hacerlo incorporando la otra realidad electoral, la que tiene la mayoría de votos. Por consiguiente, debe abandonar no sólo la vía del trapicheo diario de la legalidad, sino la soberbia con la que ha venido gobernando estos dos últimos años. Debe interiorizar que Cataluña es «algo» muy porcelanoso que es de todos.
Digo «algo» porque, con los resultados en la mano, en el aire queda si es o no es una «nación». El independentismo también se ha cargo esto. ¿Es «nación» cuando se rompe en dos al votar en unas elecciones al Parlament en clave de «pertenencia» y en clave «identitaria», las dos distintas? ¿O acaso es «nación de naciones»? ¿O qué es? Y, además, ¿qué es hoy el catalanismo si éste abandona su transversalidad para jugar en extremos de confrontación? ¿Acaso se puede llamar «catalanismo» al «independentismo»? Todo esto, que no es poco y que es mucho respecto del propio marco constitucional, los independentistas lo han puesto panza arriba y precisa ciertamente de un revisionismo muy a ras del suelo de la realidad social, de lo que se es y no de lo se pretendan que sea. Entre otras cosas, porque si Cataluña no es un único pueblo, de ninguna de las maneras puede ser nación y si no es nación, legalidades al margen, cómo puede aspirar a ser Estado. Comprenderá el lector conocedor de mi trayectoria política que todos estos interrogantes me angustien y me dé vértigo una Catalunya que no se entienda consigo misma.
He dicho que las formaciones políticas independentistas han de gobernar porque así lo indica el número de escaños obtenidos. Gobernar quiere decir ocuparse de la gestión de las cosas concretas, aquellas que sí importan de verdad al ciudadano, por lo que la inflamación emocional provocada debe ser sustituida por el reconocimiento del otro, el respeto para éste, el diálogo y el acuerdo, porque esto sí es democracia. Y además, como bien decía Miquel Iceta en campaña electoral, apostando de verdad por la reconciliación interna, que es la herramienta a usar para «pegar» de nuevo la maltrecha Catalunya que nos ha dejado el déspota de Puigdemont y sus auxiliares.
Cataluña debe entenderse. No es ni preciso ni perentorio que Madrid intervenga. Disculpen, pero una vez se desactive el 155, Cataluña debe de tener suficientes entendederas para reconstruirse por dentro, para recobrar el prestigio de sus instituciones políticas, para alcanzar de nuevo la concordia interna, para hablarse a sí misma, para tender puentes entre partidos políticos abiertamente contrapuestos, para tender puentes que faciliten el acuerdo entre desiguales y para que expulsen la diferencia como medio para negar al otro.
Gramsci, ilustre filósofo comunista, dejó dicho que tras toda revolución regresan los moderados para poder orden. Pues esto es lo que ahora toca: Respeto, moderación, comprensión y unión.
Josep López de Lerma fue portavoz de CiU en el Congreso de los Diputados y autor del libro Cuando pintábamos algo en Madrid.