Para desesperación de, creo, la práctica totalidad de los votantes del país, la cuestión catalana ha dominado otra vez la campaña electoral. El desafío independentista es una crisis real, que exige una respuesta coherente, liderazgo con altura de miras y valentía de todos los implicados para reconducir el conflicto. Aún así, creo que debemos desconfiar profundamente de cualquier político que diga que puede solucionar el problema, y menos si dice que puede hacerlo rápido.
Durante los últimos ocho años Cataluña ha tenido tres presidentes de la Generalitat y tres parlamentos distintos. España ha visto pasar tres presidentes del Gobierno y un número bastante absurdo de mayorías parlamentarias (¿seis?). Los catalanes habrán votado antes de que termine el año en 14 elecciones reales (seis generales, tres autonómicas, tres municipales) y dos referéndums de pega. De forma invariable todos y cada uno de los candidatos en estas elecciones han prometido poder arreglar todo el problema si le damos votos suficientes. De forma igualmente invariable todos los presidentes y cargos electos han fracasado en el empeño, echando la culpa a sus rivales, enemigos o aliados según les conviniera.
Ocho años de algaradas
La cuestión de fondo, sin embargo, es que me temo que el conflicto catalán no tiene “solución”, porque en democracia las cosas no funcionan de este modo. En Cataluña, como ya he comentado alguna vez, tenemos un conflicto entre catalanes, no entre Cataluña y España. Secesionistas y unionistas deben encontrar una manera de convivir, un modelo de país que les una, pero dado lo incompatible de los objetivos de ambos (separación o que les dejen en paz) no hay arreglo posible que sea completamente satisfactorio para ambos.
Lo que estamos buscando en Cataluña no es una ‘solución’ a un conflicto, es un acomodo, un acuerdo que no hará feliz a nadie, que siempre tendrá críticos acérrimos, y que seguramente será revisado y debatido constantemente, de aquí hasta el final de los tiempos, y que será horriblemente insatisfactorio.
O, dicho de otro modo, exactamente lo que hacemos en ‘todos’ los temas políticos importantes en ‘todas’ las democracias occidentales, porque en eso consiste la democracia.
Debates y reformas
La democracia como sistema político tiene dos pilares fundamentales. El primero, los votantes pueden cambiar a quien manda. El segundo, todo es debatible y reformable dentro de las reglas del juego. La promesa implícita de un régimen democrático es que vamos a tener reformas, y las vamos a tener todo el santo rato, porque siempre hay cosas que debatir y nunca vamos a estar todos de acuerdo en nada. Nuestras instituciones están diseñadas para canalizar estas peleas de forma civilizada, sin que tengamos que irnos a las manos. Por desgracia, los debates no es que sean especialmente agradables, simplemente porque estamos hablando de cosas importantes, que afectan a quienes somos y cuánto dinero tenemos.
Cualquier ley, estatuto de autonomía, pacto de Estado o acuerdo de investidura en una democracia no deja de ser el reflejo del equilibrio de fuerzas en el parlamento de un momento determinado, respondiendo a condiciones específicas, bajo unas reglas vigentes durante su aprobación. Si los políticos son medio decentes (y en contra del tópico, la mayoría lo son), el papelajo de medidas resultantes acostumbra a mejorar las cosas en ese momento, hace felices a un número significativo de votantes y mueve a todo el país un poco más cerca de ser un sitio mejor para todos. También, sin excepción, será un acuerdo mejorable que tendrá consecuencias imprevistas, dejará cosas a medio hacer y tendrá un puñado de perdedores muy decepcionados que se pondrán a trabajar de inmediato para revisarlo todo.
Los secesionistas deben entender que no van a conseguir nunca nada si no dan garantías al resto de catalanes de que van a dejar de utilizar las instituciones en su contra
Aunque es cierto que en Occidente hemos conseguido llegar a acuerdos en unos cuantos temas a estas alturas (creo que hay un consenso amplio sobre esclavitud, mano de obra infantil y voto femenino, vamos), la lista de debates a los que volvemos eternamente es extensa y creciente. Hay muy pocas cosas capaces de generar suficiente unanimidad como para que podamos archivarlas en la Constitución aprobadas por supermayoría. Incluso entonces (véase monarquía o incluso el Estado autonómico) el consenso puede tener fecha de caducidad.
Lo que Cataluña necesita entonces es menos políticos buscando soluciones finalistas, completas, absolutas y cerradas y más líderes tratando de encontrar arreglos temporales, revisables, y más o menos efectivos que sean tolerables para todos por ahora, sabiendo que no vamos a acabar nunca de negociar. Los secesionistas deben entender que no van a conseguir nunca nada si no dan garantías al resto de catalanes de que van a dejar de utilizar las instituciones en su contra, y los unionistas deben admitir que los secesionistas no están a gusto con España y pueden y deben pedir mejoras institucionales.
Despolitizar la Generalitat
Muchas de las ideas defendidas por el nacionalismo catalán en materia de corresponsabilidad fiscal, por ejemplo, son perfectamente razonables y necesarias para mejorar el funcionamiento del Estado autonómico, no haríamos nada mal en implementarlas. Muchas de las reclamaciones unionistas de despolitizar la Generalitat, aprobar una ley electoral catalana que deje de infrarrepresentar a las ciudades grandes, y reducir la discriminación implícita de la mayoría castellanoparlante son también urgentes.
Lo que nos debe quedar claro es que de aquí diez años seguiremos hablando de Cataluña y del Estado autonómico, porque es así precisamente como deben funcionar las cosas. Estados Unidos es la federación más antigua del planeta y 230 años tras aprobar su Constitución, el Gobierno federal sigue peleando constantemente con los estados sobre quién tiene potestad de decidir en temas como emisiones contaminantes, sanidad, derechos civiles o derecho a tener armas de fuego. Una democracia es el sistema político donde nunca se da nada por terminado; el conflicto catalán no va a ser una excepción.
Nuestra esperanza, en todo caso, es que el monotema catalán deje de ser así de repetitivo y cansino, pero arreglarlo, lo que se dice arreglarlo, nunca lo arreglaremos.