ABC 02/06/14
JUAN VAN-HALEN, ESCRITOR. ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA HISTORIA Y DE BELLAS ARTES DE SAN FERNANDO
· «El “problema catalán” se ha manifestado u ocultado según las épocas, coincidiendo su visibilidad y agravamiento con etapas históricas de debilidad, desnacionalización o buenismo del Gobierno de la Nación»
EL llamado no sin eufemismo «problema catalán» se enmaraña progresivamente sin que atisbemos una solución constitucionalmente aceptable al menos a corto plazo. Los resultados de las elecciones europeas en Cataluña lo complican aún más como, en otros aspectos, abren numerosos interrogantes de desasosiego sobre el futuro del conjunto de España.
No es inoportuno recordar aquel pensamiento de Séneca: «Cuando se está en medio de las adversidades, ya es tarde para ser cauto». Los gobiernos españoles han sido muy cautos en sus posibles respuestas a la tan a menudo inquietante evolución de la realidad política catalana, que desde el primer cuarto del siglo XX albergó sucesivamente el regionalismo sentimental, el nacionalismo pertinaz y el independentismo radical, a menudo alzados sobre fantasías históricas, aunque traten de pasar por rigurosas, que resultan bufas para quien conozca la Historia o sencillamente apueste por no falsificarla. El «problema catalán» se ha manifestado u ocultado según las épocas, coincidiendo su visibilidad y agravamiento con etapas históricas de debilidad, desnacionalización o buenismo del Gobierno de la Nación.
Resulta sintomático que tras los primeros intentos de dotar a Cataluña de una autonomía, por amplia que esta fuese, los líderes catalanistas de cada momento respondiesen traicionando no solo a quienes trataban de comprender y recoger sus aspiraciones sino también a su responsabilidad respecto al conjunto de España. Sobre el primer proyecto de Estatuto, el de 1919, nacido en rebeldía contra la potestad de las Cortes en una Asamblea «constituyente» de la Mancomunidad de Cataluña, el liberal Niceto Alcalá-Zamora consideró en las Cortes que era el resultado de la «deliberación ilegal de una asamblea irregularmente constituida ante la cual no tenemos que claudicar». Y Cambó, líder de la Liga Regionalista, en una de sus intervenciones aseveró: «Estamos ya separados espiritualmente y la unión se mantiene por la fuerza». El proyecto no llegó a debatirse al ser disueltas aquellas Cortes.
La respuesta se produjo pocos años después, en 1926, con el complot de Prats de Molló, aldea francesa en el Rosellón, desde la que Francesc Macià y la dirección del partido Estat Catalá, intentó una invasión militar de Cataluña con la penetración de dos columnas armadas. Su objetivo era ocupar Olot y proclamar la República Catalana como detonante de una sublevación general. El plan fue desbaratado por la policía francesa y sus cabecillas detenidos.
El 14 de abril de 1931, aprovechando la salida de España de Alfonso XIII y la proclamación de la República tras unas elecciones municipales que, por cierto, ganaron ampliamente las candidaturas monárquicas; Francesc Macía, entonces líder de Esquerra Republicana, proclamó la República Catalana. Alcalá-Zamora, jefe del Gobierno provisional, envió a Barcelona a tres ministros que convencieron a Macià para que desistiese de su propósito secesionista a la espera de que se aprobase la Constitución y en ella encajase un Estatuto para Cataluña.
De poco había servido al impaciente Macià que un año antes, el 27 de marzo de 1930, Manuel Azaña en una cena con intelectuales en Barcelona confesase que concebía la relación entre Cataluña y el resto de España como una «unión libre de iguales con el mismo rango, para así vivir en paz. (…) Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor perjuicio posible para unos y para otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida pudiésemos establecer al menos relaciones de buenos vecinos».
A cuento de aquel discurso de Manuel Azaña es inevitable recordar la promesa de Zapatero en 2003: «Apoyaré el Estatuto que salga del Parlamento de Cataluña» que tanto complicó después la cuestión catalana. Tanto como la idílica pero torpe reflexión de Azaña. En 1930, Azaña era un postulante al poder, la ambición de llegar, y en 2003 Zapatero estaba en la misma situación. Un año después ambos conseguirían su propósito. En 1937, Azaña, presidente de la República y en plena Guerra Civil, anotó con melancolía y acaso como penitencia algunas opiniones sobre el nacionalismo catalán en su «Cuaderno de La Pobleta».
En 1932 las Cortes de la República aprobaron el nuevo Estatuto de Cataluña. En su debate brillaron dos pesos pesados de la oratoria: José Ortega y Gasset y Manuel Azaña. Dos visiones de España. El filósofo, escéptico y pesimista; el político, confianzudo y optimista. Opinó Ortega que el «problema catalán» había que conllevarlo ya que resolverlo era tan imposible «como la cuadratura del círculo». Apuntó una solución en el horizonte: un sistema generalizado de autonomías que habría de recoger la Constitución de 1978.
La respuesta de la Generalidad de Cataluña fue de nuevo la traición al Gobierno español. Aprovechando otro momento de debilidad nacional, la revolución de Asturias, Lluis Companys, dirigente de Esquerra Republicana y presidente de la Generalidad, proclamó «el Estado Catalán dentro de la República Federal Española». El Gobierno suspendió la Generalidad, y Companys y los miembros de su Ejecutivo fueron juzgados y condenados. Los españoles de 2014 a duras penas comprenderán que aquella revolución que prendió principalmente en Asturias se debiese a que el PSOE, UGT y otras fuerzas políticas y sindicales se negaran a la entrada en el Gobierno de tres ministros de la CEDA, coalición que había ganado ampliamente las elecciones de 1933. Salvador de Madariaga escribió: «Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936».
Los acontecimientos estatutarios posteriores son ya historia más reciente. En 1979 se aprobó el nuevo Estatuto de Cataluña, después de que el Gobierno de Adolfo Suárez llamase del exilio a Josep Tarradellas, antiguo dirigente de Esquerra Republicana, reconocido como presidente de la Generalidad, político inteligente y honesto comprometido tanto con Cataluña como con el resto de España, y recuperase la emblemática institución catalana de gobierno. Años después, un Gobierno catalán tripartito de izquierdas, presidido por el socialista Maragall, forzó una profunda revisión del Estatuto de Cataluña, aprobado en 2006 bajo la atolondrada promesa de Zapatero de apoyar lo que el Parlamento de Cataluña decidiese. Y luego llegó Artur Mas y lanzó el órdago.
Los sucesivos gobiernos de la Nación optaron por la cautela; se habla de la defensa de la Constitución mientras una y otra vez la traición del independentismo catalán la orilla y, de hecho, la vulnera. Nadie recuerda que el artículo 155 de la Carta Magna es suficientemente explícito. Ni la Constitución de 1931 ni la de 1978, ni los sucesivos Estatutos de Autonomía han conseguido que los nacionalistas logren «vivir de otra manera dentro del Estado español» como ingenuamente soñó Azaña.
¿Será la cuestión catalana un problema irresoluble como la cuadratura del círculo que, según afirmó Ortega, solo podemos conllevar?