José María Múgica-Vozpópuli

Las elecciones del pasado domingo en Cataluña arrojan el brutal dato de una abstención de nada menos que el 42% de su cuerpo electoral. Una barbaridad, que se acerca a la abstención del 46,46% de las elecciones de febrero de 2021, celebradas en etapa pandémica. Cuando la participación es tan baja, y la distancia de la ciudadanía hacia lo que estaba en juego es tan alta, es inevitable concluir que una sensación de hartazgo, de cansancio, de hastío, de agotamiento, se ha apropiado de buena parte del cuerpo electoral catalán. Tantos años de políticas disparatadas cuando no directamente enloquecidas, que no llevan a otro sitio que al declive de la sociedad catalana traen la consecuencia de una desafección, de una distancia ciudadana que se expresa mediante la abstención. Se ha subrayado poco esa enorme abstención electoral, que sin embargo se convierte en requisito esencial para comprender los resultados electorales, y también la pérdida de mayoría independentista.

Cuando ha existido un Govern incapaz de atender, con una deuda pública elefantiásica, los servicios públicos en sanidad, educación –por no hablar de la exclusión del español en los centros educativos que se practica en esa comunidad–, vivienda, infraestructuras, seguridad, pérdida de inversión extranjera, marcha de miles de empresas, pérdida también de talento que se marcha a residir a otras comunidades, el ciudadano lo ve, como se ve el declive –la decadencia si se quiere–, cuando ese pésimo estado de los servicios públicos está tan a la vista. Cuando la clase política independentista lleva tantos años entregada a un raca–raca fantasioso y que corroe todo lo que toca, también el ciudadano lo ve.

Así, Cataluña no sólo ha contagiado al resto de España sus políticas alocadas, sino que ha convertido la presente legislatura nacional en un remedo de lo que se hace en aquella región. Dependiendo el Gobierno de la nación del voto, entre otros aliados indeseables, de ERC y Junts –cogolpistas del 1 de octubre–, el resultado está bien a la vista de todos los españoles: hay gobierno, sí, pero gobernar es otra cosa, pues no figuran proyectos, ni planes, ni un proyecto nacional, exigible a cualquier acción de gobierno. Con un Parlamento cuasi paralizado, con una acción legislativa prácticamente inexistente, con unas instituciones enfrentadas, todo ello es la consecuencia de la opción de gobierno que tomó Pedro Sánchez tras el 23 de julio en su propia conveniencia. Como si lo sucedido en Cataluña se hubiera exportado a toda España.

Le faltó tiempo al Gobierno para anunciar que no habría presupuestos generales del estado para este año. Es un ejemplo de ese pandemónium en que vive la política nacional

Y así, se llega a una situación alocada que describió perfectamente el periodista Agustí Calvet –Gaziel–, el mejor y más brillante catalanista y liberal que ha dado el siglo XX y lo que llevamos del XXI, en un artículo publicado en el diario La Vanguardia en octubre de 1934, a las pocas fechas del horrible golpe de estado protagonizado por Companys ese mismo mes. Dice Gaziel en ese artículo: “Cataluña se basta y se sobra para hacerle materialmente la vida imposible (a España), para perturbarla, para desasosegarla, para no dejarle ni un año, ni un día, ni un minuto de reposo: exactamente como ocurre en las casas donde hay un alma en pena. Y el Gobierno, el Parlamento, las instituciones todas, irán de cabeza en España, irremisiblemente, hasta que entre todos consigamos dar al alma en pena de Cataluña un cuerpo adecuado. En otras palabras: hasta que a los ingobernables catalanes se les enseñe, se les acostumbre, se les obligue suavemente a reaprender a gobernarse a sí mismos”. Así está la gobernación de España desde luego desde el pasado 23 de julio: un pandemónium, un desasosiego permanente dependiendo de lo que suceda en Cataluña, ya sea en su Govern, ya sea en el caso de Puigdemont. Recuérdese la tarde del pasado mes de marzo cuando el ahora liquidado Aragonès convocó elecciones en Cataluña. Le faltó tiempo al Gobierno para anunciar que no habría presupuestos generales del estado para este año. Es un ejemplo de ese pandemónium en que vive la política nacional.

Cuando se pacta una investidura en el extranjero con un prófugo, cuando se suceden reuniones increíbles ya en Bélgica ya en Suiza, cuando el precio de la investidura de un presidente son los siete votos del Sr. Puigdemont a cambio de la impunidad de una amnistía rechazada muy mayoritariamente por el pueblo español, pues rompe los principios constitucionales de igualdad y de separación de poderes, cuando todo eso ocurre, no podemos esperar ni un año, ni un día, ni un minuto de reposo, tal y como anticipó Gaziel.

Sin perjuicio de felicitar al ganador de las elecciones, el PSC, y a sabiendas de que las ucronías están fuera de lugar por inverificables, es bien de abrigar la convicción de que las políticas puestas en práctica desde hace años por Pedro Sánchez no aportan electoralmente al PSC. Ni los indultos en su día, ni la derogación del delito de sedición o la atenuación del delito de malversación de caudales públicos, ni desde luego la amnistía –y vaya si le queda camino judicial en España como en Europa– suman a ese propósito. En primer lugar, porque si algo no es apto por inconstitucional, no se debe recurrir a ello en campaña electoral. Pero sobre todo porque desde el 23 de julio pasado hemos asistido a la resurrección del Sr. Puigdemont, que era un outsider, encerrado en su vivienda de Waterloo. Lo vimos en esas elecciones generales, en las que Junts quedó en quinta posición electoral en Cataluña. Y de la misma forma que no se pueden extrapolar resultados de convocatorias electorales distintas, se habrá de contemplar que ese mismo desahuciado hace menos de un año, Sr. Puigdemont, ha obtenido la segunda plaza electoral el pasado domingo. Se ha reanimado a quien no pintaba nada hasta el 22 de julio, y que hubiera seguido sin hacerlo si no se hubiera hecho de él el hombre fundamental de la presente legislatura nacional por la mera decisión del Sr. Sánchez: amnistía a cambio de los siete votos para la investidura. Eso fue todo, las consecuencias bien que las estamos pagando.

Lo que vaya a pasar para la formación de gobierno en Cataluña es abiertamente inescrutable, imposible saberlo. Primero, tendremos las elecciones europeas, todo vendrá después. También merece felicitación el resultado obtenido por el Partido Popular que, cierto que venía de un pésimo resultado en 2021 –tres escaños–, es el partido que ha quintuplicado esos resultados y el que más ha subido en votos, más de doscientos mil.

Repetición de elecciones

Pero, como se dice, es inevitable esperar. Todo puede suceder, incluida la repetición de elecciones. Y también aplicarnos el diagnóstico de Gaziel: es insufrible que la situación catalana invada y carcoma toda la acción política nacional. Y, sobre todo, la obligación de que Cataluña cambie de conversación, abandone los delirios en que ha estado encerrada estos últimos al menos doce años, y recupere la ambición por los servicios públicos de calidad y por volver a ser una comunidad esencial para toda España. Si eso no sucede, gobierne quien gobierne, habremos vuelto a perder el tiempo.