Inocencio Arias-El Mundo
El autor cree que Íñigo Méndez de Vigo se equivoca cuando niega que en Cataluña exista un conflicto educativo y añade que el Gobierno debe trabajar para dar un vuelco a la opinión pública europea sobre la crisis catalana.
LOS QUE por nuestras raíces tenemos un montón de paisanos charnegos, gente residente en Cataluña, hemos oído frecuentemente que en las escuelas catalanas se adoctrina, se subraya la conveniencia de la separación de España, se tergiversa, en consecuencia, la historia, ocultando todo lo que tenemos en común. Que muchas instituciones docentes son, por lo tanto, una fábrica de separatistas produciendo cada año una cosecha que no para de crecer y que ya ha contribuido decisivamente a dividir a Cataluña con unos resultados de difícil cura en una generación.
Pasma un poco, entonces, que todo un ministro de Educación, persona con la cabeza bien amueblada, manifieste que no ve que haya un conflicto educativo en Cataluña. ¿Quienes son sus asesores? ¿Se aferran por la delicadeza del momento del 155 a minimizar el problema ignorando el hecho grave de la intoxicación contumaz que reciben los estudiantes?
No hace falta recurrir a ejemplos (¿aislados?) de estas fechas(«la Guardia Civil es mala, pega y ha matado a una persona», etc…), ni tampoco al atropello por las autoridades catalanas de las sentencias lingüísticas emanadas de altos tribunales. Es, en palabras de José Antonio Marina, «el adoctrinamiento global y difuso de una sociedad polarizada». El filósofo afirma que «se utiliza una visión sesgada…de la Historia y me escandaliza que historiadores catalanes no hayan protestado». Abunda en la idea el historiador Henry Kamen, residente en Barcelona, cuando escribe que «la Historia descrita está sujeta a las normas impuestas por la Generalitat», para concluir con un inquietante interrogante: «¿Será posible establecer una Historia de Cataluña no sesgada?».
Pues, probablemente, no se podrá. No sólo por la dificultad del asunto, sino por la aparente complacencia del Ministerio del ramo. Sin embargo, la cuestión para el futuro de España tiene un grave calado. Como dice el cardenal Fernando Sebastián, que fue obispo durante 15 años en tres diócesis catalanas y que ama a esa tierra, hay muchos catalanes convencidos de que deben separarse de España: se lo han enseñado durante tres décadas.
El prelado expresa lo sabido: en Cataluña la educación y los medios de comunicación están dirigidos y manipulados desde el poder autonómico. Ésta es la madre del cordero, lo que nos lleva a la otra pata del mismo: los medios de comunicación. No me detengo en el servilismo de la televisión catalana hacia los prebostes independentistas, a la hispanofobia contumaz que destila, ni al dinero regado por la Generalitat en otros medios. Quiero hablar de algo menos difundido, de la ingenuidad de sectores del Gobierno de la nación en lo tocante al comportamiento y alcance de la prensa extranjera en el seguimiento de la cuestión catalana y la eventual reacción de los Gobiernos extranjeros si el tema se pudriera.
Hasta ahora, la actitud de esos gobiernos es abrumadoramente impecable. El equipo de Rajoy ha hecho diplomáticamente los deberes. Él, ministros y embajadas han trabajado a fondo, y han explicado a los dirigentes mundiales que los actuales mandamases catalanes han violado reiterada y groseramente la Constitución de un Estado democrático. Los tribunales, entonces, han actuado.
Ese frente está por el momento bien cubierto. El informativo, no. Claramente, no. Algún alto cargo de La Moncloa ha apuntado que a él sólo le preocupaban los editoriales de la prensa extranjera y que éstos eran bastante razonables y sensatos. ¡Qué candidez! Hay ciertamente editoriales –Le Monde, Financial Times, Washington Post y alguno más– claramente objetivos. Ahora bien, ¿qué peso tiene un editorial frente a crónicas, titulares, chistes, comentarios en televisión o internet que se mueven en terreno ambiguo o que propalan destacadamente las tesis independentistas? Muy leve.
En las redes sociales, las tesis españolas han perdido por goleada. De un lado, los independentistas han sido muy activos difundiendo bulos e imágenes truculentas que no correspondían a los acontecimientos. De otro, han tenido unos aliados poderosos por omnipresentes en este tablero, no sólo el oportunista de Assange sino la legión de hackers rusos que el Kremlim parece haber adiestrado para fragilizar a cualquier país occidental, España incluida. Cualquiera que navegue en internet ha obtenido la impresión de que la Policía española machacaba a pacíficos ciudadanos que «sólo querían votar».
El Gobierno tiene así una difícil asignatura pendiente: neutralizar en internet a los intoxicadores, independentistas o compañeros de viaje putinescos. Que el comisario de Derechos Humanos de la ONU exigiera que el Gobierno español realizara una investigación «amplia e imparcial» de la actuación policial del 1 de octubre resulta indicativo. Que el alto funcionario no la pidiera cuando la Policía alemana dispersó, con inevitable contundencia, a embravecidos manifestantes en Hamburgo en julio durante la Cumbre del G-20, produciéndose, allí sí, centenares de heridos entre agentes y manifestantes, muestra que la ONU puede otra vez estar en la inopia pero, en todo caso, debió ser bombardeada con miles de mensajes de internet y con fotos tremendistas.
Más previsible, y parcialmente remediable por nuestras autoridades, era cultivar a los medios de información clásicos y no magnificar la importancia de los editoriales. El Financial Times, tenido por muy serio, inserta un editorial razonable pero queda ampliamente rebasado por frecuentes titulares en el mismo que podrían estar redactados por el mentiroso Puigdemont: «Los separatistas catalanes se quejan de la falta de apoyo de la Unión Europea»; «Júbilo en Cataluña con la declaración de independencia». No están inventando: una parte de Cataluña se alegró con la declaración unilateral de independencia (DUI), pero recalcar abundantemente eso, pasar frecuentemente por alto que los separatistas estaban realizando algo que en Gran Bretaña sería considerado lisa y llanamente un golpe de Estado y poner el énfasis en las «brutales cargas policiales» –unas cargas no más violentas que las que se producen en cualquier país democrático contra alguien que impide la actuación de la Policía– deja una equívoca impresión en el lector. Iniciar crónicas con la frase de un independentista –«mucha sangre se ha derramado por la independencia de Cataluña»– y reproducir sistemáticamente más citas de separatistas que de catalanes que no lo son o que de dirigentes del Gobierno, del PSOE o de Ciudadanos, no resulta imparcial sino sesgado.
ABUNDANTES MEDIOS no cuestionan afirmaciones disparatadas propaladas por los separatistas. Por ejemplo, que el Gobierno de Madrid recuerda el comportamiento de Franco. Además, aceptan como normal la votación del 1 de octubre, una consulta que en sus propios países sería calificada de patética y chapucera. También sancionan las cuestionables cifras de participación en esa votación y se tragan la trola de que hubo 900 heridos. El Gobierno se puso hace pocos meses a estudiar seriamente la asignatura de la prensa extranjera. Lo malo es que dirigentes de la Generalitat lo vienen haciendo con celo desde hace casi una década con muchos recursos de todo tipo, no sólo los económicos a través de lobbies, sino los del mimo o la atención personalizada de los corresponsales.
Ello explica que un periódico tan sesudo y prestigiado como el New York Times haya publicado artículos ambiguos en los que no aparece claramente que el Gobierno y los constitucionalistas están luchando contra una ruptura ilegal de nuestra nación. Esto en el diario estrella de un país que se embarcó, con el venerado Lincoln, en una guerra civil, con centenares de miles de muertos, para evitar precisamente una secesión. Lo que resulta, más que el comentario del ministro o el inefable sobre los editoriales, no sólo paradójico sino parajódico.
Inocencio F. Arias es diplomático y escritor.