El problema catalán tiene todas las características de una pesadilla recurrente que al español medio le produce ese mecanismo psicológico de defensa que opera por medio del olvido. Los políticos españoles también quisieran olvidarlo, y se inclinan por la conllevancia orteguiana. El catalán, dijo Ortega y Gasset en las Cortes de 1932, «es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar». Pero hasta la conllevancia tiene un límite: cuando el niño malcriado se crece ante la paciencia de los progenitores y se les sube a las barbas y destroza el mobiliario, demandando más atención y más dinero, los progenitores hispanos tendrán que decir basta en algún momento para que no siga el destrozo y el despilfarro.
Pero el objeto de esta modesta reflexión no es proponer políticas, sino razonar acerca de las causas de la persistencia catalana. Cuando Ortega habló de conllevancia, ya el problema venía de muy largo. En una parte considerable, la respuesta está en el título del célebre cuadro de Dalí que ha inspirado el de este artículo: La persistencia de la memoria. La persistencia del recuerdo histórico en la mente colectiva catalana, convenientemente cultivada, aderezada y, por qué no decirlo, falsificada, explica que el pueblo catalán sea muy receptivo a todas estas matracas de la opresión, la incomprensión y el victimismo en general. Naturalmente, esta receptividad debe ser cultivada para mantenerla viva, y a ello están dedicados en Cataluña el sistema educativo y los medios de comunicación adictos, que son casi todos.
El problema político catalán se remonta a principios del siglo XX, cuando la Lliga Regionalista comienza a ganar elecciones y su directivo, Enric Prat de la Riba, proclama en un libro, La nacionalitat catalana (1906), que Cataluña es una nación y España no. Podemos preguntarnos: ¿Por qué es entonces cuando surge el nacionalismo catalán? Para hallar una respuesta debemos remontarnos siglos atrás. Al acabar la Guerra de Sucesión en 1714 se termina la semiautonomía que la Corona de Aragón había gozado con los Austrias; y con los llamados Decretos de Nueva Planta se dio un paso importante hacia la unificación política y administrativa de España. Esta unificación «benefició insospechadamente a Cataluña» (Vicens Vives), que inició una senda de progreso económico y echó las bases de un proceso de industrialización basado en la industria textil algodonera, gracias al proteccionismo de los Borbones y al acceso de los productos catalanes a los mercados español y americano. Como decía el padre Jaume Caresmar a finales del siglo XVIII, «la industria de los catalanes se ha extendido por todo el Continente [la Península] con numeroso tráfico de carromatos y acémilas, con tiendas de comercio en toda la costa y principales ciudades del Reino».
Cataluña ya estaba en cabeza de la economía española a finales del XVIII. Aunque la Guerra de Independencia le afectó grandemente, se recuperó en el siglo XIX gracias de nuevo a la industria textil y a la protección. Se puede estimar que la protección a la industria algodonera durante el siglo XIX le costó a España cerca de un 1% del PIB, pero a Cataluña la «benefició insospechadamente»: se convirtió en la región más desarrollada de España. Y, correlativamente, fue desarrollando una conciencia de superioridad («no hay tierra más ufana bajo la capa del sol», dice la célebre sardana La Santa Espina) que le hacía sentirse impaciente con los gobiernos de Madrid, de los que dependía sin embargo para obtener la protección arancelaria que exigía su creciente bienestar. Se dio así primero la Renaixença, el renacimiento cultural encaminado a revivir la lengua catalana. Se resucitaron los torneos literarios de origen medieval, los Jocs Florals, que premiaban anualmente las mejores creaciones literarias. En el plano político, se daba una situación paradójica y ambivalente: de un lado, Cataluña necesitaba a Madrid para mantener la legislación proteccionista y, de otro, se sentía postergada por depender de un «poblachón manchego» culturalmente inferior.
El choque que puso el catalanismo político en marcha, que lo llevó de los Juegos Florales a las batallas electorales, fue el Desastre de 1898, la pérdida de las últimas colonias, que habían constituido un provechoso mercado cautivo para los empresarios textiles. La consumación de la independencia de Cuba y Filipinas con la firma del Tratado de París fue como la firma del acta de divorcio de Cataluña con Madrid. La falta de respeto por la verdad histórica ha llevado a los historiadores nacionalistas a hablar del fracaso del colonialismo español, sin reconocer que los primeros paladines del colonialismo español estaban en el mundo empresarial de Barcelona; y que la superioridad económica y cultural de Cataluña (ésta algo discutible) se debía en gran parte a la política proteccionista de Madrid, que obligaba a los españoles a comprar los caros tejidos catalanes con grave quebranto de sus bolsillos. Los éxitos del catalanismo fueron emulados en otras regiones, y esta floración de nacionalismos autonomistas hizo eclosión en la Segunda República, con la aprobación del Estatut d’Autonomia catalán en 1932 y con la de los Estatutos vasco y gallego ya empezada la Guerra Civil. El nacionalismo catalán realmente se desmandó durante la República y la guerra. Dos veces declaró la independencia durante la República (1931 y 1934) y una nada más comenzada la contienda. Ello dio lugar a la lamentable Guerra Civil en la primavera de 1937 en Barcelona, donde comunistas y anarquistas combatieron por las calles y el esfuerzo bélico de la República se vio gravemente mermado, para regocijo del bando franquista. Orwell lo cuenta en su Homenaje a Cataluña y Azaña refleja en sus memorias la amargura y el desencanto que le produjo tan vergonzosa reyerta, que él vio muy de cerca pues estaba en Barcelona en esos días y era un espectador de excepción por ser entonces presidente de la República y haber sido el gran y decisivo defensor del Estatut en las Cortes de 1932.
EL NACIONALISMO catalanista renació durante la Transición, con Jordi Pujol como director de orquesta. Fue dando pasitos breves y cautelosos, tanteando la situación y la actitud de los partidos nacionales (que hoy llamamos constitucionales porque parece que la palabra «nacional» sólo pertenece ahora a las regiones con ínfulas). Pronto comprobó que estos eran meros tigres de papel (de papel timbrado judicial, sobre todo), en especial a partir del citado affaire de Banca Catalana. Ante el derrumbamiento de la legalidad en Cataluña se produjo una carrera en pelo por demostrar quién era más nacionalista y separatista, siendo así que la política española lo premiaba con la inmunidad y la catalana con cargos y prebendas.
Esta última oleada de separatismo nacionalista obedece a razones económicas, pero de otro tipo que antes de la Guerra Civil. Hoy Cataluña sigue siendo la región más rica en términos globales, pero no en términos por habitante. Por delante están Madrid, el País Vasco y Navarra, y muy próximas Aragón, las Islas Baleares, y la Rioja. La convergencia ha cerrado la enorme distancia de hace un siglo. Hoy los nacionalistas, la casta política catalana, aspiran al poder absoluto en Cataluña, a convertirla en su finca sin interferencias de Madrid. Ése es el aspecto económico del nacionalismo catalán actual. Ése y el lograr que el Estado español les financie para amansarlos un poco. No es la superioridad económica lo que persiste hoy, sino el descarnado interés económico. Y también persiste la memoria de un pasado mítico, que los nacionalistas mantienen viva con Diadas y desfiles a lo Nüremberg. Quizá por eso Dalí situaba en Cadaqués aquel árbol descarnado del que colgaban los relojes blandos. No se sabe si esos relojes blandos simbolizaban la deformación de la Historia por los na- cionalistas o la blandura de los gobiernos de Madrid hacia los desmanes de los nacionalistas. El cuadro tiene algo de ominoso y siniestro. Era un genio y acertaba en sus premoniciones.
Gabriel Tortella es economista e historiador. Su último libro es Cataluña en España. Historia y mito (Gadir, 2016), en colaboración con J.L. García Ruiz, C. E. Núñez y G. Quiroga.