LIBERTAD DIGITAL 25/11/14
MIKEL BUESA
Transcurridas dos semanas desde la jornada del 9 de Noviembre, es el momento de establecer un balance, necesariamente provisional, de los acontecimientos que han tenido Cataluña por escenario y su secesión por objetivo. Ese balance tiene que empezar, sin duda, por la consideración de que desde aquel momento Cataluña es, de hecho, una entidad política independiente, toda vez que, como ha señalado la Fiscalía General en su querella contra Artur Mas, tales sucesos «han producido como efecto material la completa ineficacia de los mandatos (…) del Tribunal Constitucional», de tal manera que «lo que está en juego, realmente, es la vigencia de [sus] decisiones (…) en el territorio de Cataluña». Que esa entidad política acabe siendo un Estado separado de España es una posibilidad no descartable.
¿Cómo se ha llegado a ese resultado? Sin duda no ha sido flor de un día, sino más bien el producto reposado de una dilatada trayectoria de gestos simbólicos de soberanía impulsados desde la Generalitat y de renuncias por parte de un Estado que ha sido incapaz de hacer valer en todo momento el Derecho. Una trayectoria, además, marcada por los frutos del tráfico político, del intercambio de los votos e influencias nacionalistas, tantas veces necesarios para dar viabilidad a los proyectos del Gobierno nacional, y a la vez caracterizada por la aceptación en Madrid de la idea de que a los nacionalistas hay que hablarles con suavidad para no herir sus sentimientos, lo que nos remite a la aberración política de que éstos pueden acabar siendo una fuente de derechos. El discurso nacionalista se ha configurado así como un referente para los demás partidos políticos, en especial para el PP y el PSOE, que han acabado asumiendo, más el segundo que el primero, una parte nada desdeñable de sus planteamientos.
Es en esa trayectoria en la que se inscribe el fracaso de la estrategia adoptada por el Gobierno de Rajoy frente al último embate del nacionalismo catalán. Una estrategia que lo ha confiado todo a la actuación del Tribunal Constitucional y, también, cuando éste se ha visto ninguneado por la Generalitat, a la de los tribunales ordinarios de justicia. Rajoy ha renunciado así, de hecho, a los resortes que la Constitución pone a su disposición para hacer valer la razón del Estado -desde su artículo 155, establecido para afrontar situaciones extremas de incumplimiento de las leyes que ponen en cuestión los intereses generales de España, hasta el 116, regulador de los estados excepcionales- cuando la acción política ordinaria se muestra insuficiente, así como al empleo de su fuerza coercitiva. Una renuncia, por otra parte, avalada desde una izquierda muy proclive a dar todo tipo de satisfacciones a las exigencias nacionalistas. Y una renuncia, también, que constituye una baza de singular importancia para los independentistas catalanes si éstos, finalmente, son capaces de llevar adelante su proyecto separatista.
Aun así, por el momento no es descartable que, a través de la querella del fiscal general contra los dirigentes gubernativos catalanes, pueda restablecerse la integridad territorial del Estado. Para ello no basta que prospere en los tribunales; será necesario también que éstos operen con celeridad, pues el tiempo de hacer justicia puede agotarse. Ello dependerá de la capacidad que tengan los partidos nacionalistas catalanes de resolver su pugna por la hegemonía independentista, a la vez que de arrastrar tras de sí a una mayoría suficiente de los electores catalanes.
Este último aspecto me parece, en este momento, el más relevante por varios motivos. El primero, porque el principal freno que ahora encuentra la secesión está en el desacuerdo entre los nacionalistas acerca de los procedimientos a seguir para lograrla; y también, lógicamente, acerca de quién va a ejercer el liderazgo en el futuro Estado. El segundo, porque es esa pugna uno de los principales elementos que impiden la adhesión de la mayoría de los catalanes al proyecto independentista. Y el tercero, porque tal disidencia ofrece una oportunidad relevante a las fuerzas políticas catalanas contrarias a la separación de España.
¿Qué ocurrirá finalmente en este decorado tan incierto? No lo sabemos. El futuro no está escrito en ninguna parte, aunque cuando llegue, seguramente, encontraremos cincelados en él nuestros aciertos y errores, nuestras nostalgias y ambiciones, y todo un sinfín de elementos inesperados que dibujarán un escenario casi irreconocible. Entonces evocaremos los versos que Shakespeare puso en boca del general Banquo al dirigirse a Macbeth:
Si puedes ver en las semillas del tiempo
y decir qué grano germinará y cuál no,
entonces háblame.