FRANCISCO ROSELL-El Mundo
Habiendo quedado para los anales la extravagante aseveración del rector de la Universidad de Cervera al rey Fernando VII: «Lejos de nosotros, majestad, la funesta manía de pensar», no sorprenderá que dos siglos después este Ayuntamiento ilerdense resolviera este jueves poner bocabajo –como paso previo a su retirada– el retrato de Felipe V que preside el salón de plenos. Aun no siendo insólito en esta Cataluña dominada por el independentismo, llama la atención que tan ignaro regidor perpetre tal desafuero contra la historia misma de la ciudad que administra. Parece el sino de esta Cataluña que trata de aventurar un mañana negando la certeza de un ayer que reescribe caprichosamente.
Este PDeCATo, renegando de la historia, soslaya la fidelidad de la Villa de Cervera con la causa de Felipe de Anjou en la Guerra de Sucesión por la Corona de España frente a las aspiraciones austracistas del Archiduque Carlos. Sobre los sillares de esa misma lealtad, se erigió la universidad única de Cataluña en 1717. Al parecer, la ceguera ideológica le impide al tal Ramón Royes observar lo que tiene a la vista cada mañana. Eso sí, su impostura está en plena consonancia con la nefanda prédica de aquel sayón tenido por rector de Cervera. Ya en 1646 alguien dejó escrito que «los mayores enemigos de Cataluña son los mismos catalanes».
A juicio del patibulario edil, Felipe de Anjou merece ser repudiado, al cabo de tres centurias, por ser «el responsable de un grave retroceso en las libertades y derechos del pueblo catalán» que supuso la promulgación del Decreto de Nueva Planta de 1716. Además, el logrero aprovecha su alcaldada para establecer un paralelismo entre la defensa de la Constitución del Rey Felipe VI frente a la rebelión independentista del pasado 1 de octubre, por medio de la aplicación del artículo 155, y la promulgación del Decreto de Nueva Planta. Este precepto regio estableció, entre otros, el principio cardinal –y también anticipatoriamente constitucional– de que las dignidades y honores del Reino se confirieran por mérito, y no en función del lugar de nacimiento. Ello supuso la abolición de las llamadas prohibiciones de extranjerías, por las cuales sólo se podían designar catalanes de nacimiento para el desempeño de cargos.
En cierta manera, como ha historiado Gabriel Tortella con su celo característico, el Decreto de Nueva Planta desencadenó en Cataluña, al igual que en Alemania, Italia y Japón después de la II Guerra Mundial, o en la América sudista tras la Guerra de Secesión, los efectos positivos que, en 1982, formuló la llamada teoría de Mancur Olson. En ella, se enuncia la ventaja que representa para muchas sociedades perder las guerras, pues ello les permite –y así fue en los ejemplos referidos– someterse a reformas profundas que finiquitan instituciones caducas que obstaculizan su desarrollo y les permite un futuro floreciente.
A sensu contrario, estarían situaciones como las de México y que el antropólogo James Ferguson, de la Universidad de Stanford, esbozó hace años mediante una deliciosa anécdota. Un turista gringo entra en un bar de Tijuana y trata de pegar la hebra con un parroquiano apostado en la barra. Le invita a tomar un trago. Pero éste lo rehúsa sin remilgos. «Mire, ustedes, los gringos –le espeta– vinieron aquí en 1840 y nos quitaron la mitad de nuestro país. Ahora se sientan allí –señalando al otro lado de la frontera– con sus coches, sus piscinas y sus rascacielos, mientras nosotros aquí nos sentamos sobre nuestra pobreza. ¿Por qué debería beber con usted?». «¿Me quiere decir –le responde el estadounidense– que todavía, dos siglos después, no nos perdonan habernos llevado la mitad de su país?». «No», le replica raudamente. «Yo puedo pasar eso por alto –le explica–, aunque no resulte nada fácil, como comprenderá. Pero hay una cosa que no les disculpo». «¿El qué?», inquiere estremecido. «No puedo tolerarles que no se llevaran también la otra mitad».
Dígase lo que se quiera, merced al triunfo de Felipe V, Cataluña pudo llevar a cabo el «desescombro» –expresión del maestro de historiadores Vicens Vives– de privilegios y fueros. Ello la libró de las cadenas del régimen feudal y puso las bases para su industrioso porvenir que luego desplegó velas con onerosos aranceles para el resto de España y con la mano de obra proveniente de ésta. Tal evidencia es negada, claro, por ese neocarlismo que promueve el retorno a los postulados de la Edad Media –la expresión es de Alain Minc, aunque el sociólogo francés lo aplicara al apagón del Siglo de las Luces protagonizado por los fundamentalismos islámicos– por medio del regreso a las jurisdicciones señoriales con las que arrampló felizmente el Estado moderno.
Tal feudalización de los poderes territoriales, no limitada a Cataluña, amputa al Estado y lo deja sin territorio donde ejercer sus funciones, como se ha corroborado a la hora de atajar el golpe de Estado en Cataluña. Esa España fragmentada y esqueletizada evoca, con sus siglos de existencia a cuenta, lo que Jacques Delors, diez años presidente de la Unión Europea, decía de la UE: «Un objeto político no identificado».
Ateniéndose a que pocas pasiones resultan tan perdurables e inmunes a los cambios de la historia como el nacionalismo, donde el odio constituye un lazo social, la crisis catalana se hace crónica. De un lado, el secesionismo disimula su guerra civil tratando de perpetuar un golpe de Estado; de otro, al Gobierno de la Nación le quema en las manos esta patata caliente. Todo ello, después de aplicar un artículo 155 con la exclusiva pretensión de convocar nuevas elecciones. Sin remover de sus puestos a muchos cargos implicados en la asonada de octubre ni impedir que la radiotelevisión pública fuera instrumento de agitación y propaganda del prófugo Puigdemont.
Ese inadmisible estado de cosas ha propiciado situaciones tan inconcebibles como que algunos de esos mismos golpistas se animarán a dar una bofetada sin manos al Rey de España, en vísperas de su presencia en el Mobile World Congress (MWC) de Barcelona, sin que ello les haya costado el sueldo. En este proyecto de Estado que es el MWC, que no sería posible sin el concurso de éste y la asistencia financiera del conjunto de los españoles, don Felipe supo estar cumplidamente en su sitio.
Algo que comienza, empero, a ser preocupantemente insólito en la vida pública española, y no digamos nada en el escenario político. Pedirle al Rey ser equidistante entre quienes guardan la ley y quienes las atropellan bárbaramente sólo se le ocurre a una avispada comedianta como Ada Colau, que hace carrera política después de fracasar en el teatro como otros pésimos actores. Con sus desplantes, sólo pretende camuflar su mucha incompetencia de corregidora que tiene mangas por hombro la Ciudad Condal. Después de años deslumbrando al mundo, Barcelona se empequeñece a ojos vista bajo la impronta de la tribu que la manda.
En cierto modo, si no hubiera sido por la actuación de la Justicia, se podría decir que el artículo 155 ha sido una oportunidad perdida para restaurar con todas las de la ley el Estado de derecho y la convivencia en Cataluña. ¡Que se lo pregunten a Ana Moreno, la granadina madre coraje de Balaguer! Tras plantar batalla en los tribunales para que se reconozca a sus hijos el derecho a recibir enseñanza en castellano y ganarla frente a un clima de hostilidad declarado, lo que le obligó a echar el cierre incluso a su negocio familiar, esta Mariana Pineda del constitucionalismo en Cataluña ha renunciado a ejecutar la sentencia para no desestabilizar más a sus hijos.
Desprovista de la protección de los resortes del Estado de Derecho, Ana ha debido desistir para no morir a dentelladas en las fauces de los lobos, como la protagonista de la película de Carlos Saura de ese título y que protagonizó Geraldine Chaplin. Y eso que, en su cortedad, el 155 ha servido de bálsamo para la economía catalana, como cifran los datos de empleo del mes de febrero, donde la afiliación a la Seguridad Social descolló con respecto al conjunto de España.
Sin embargo, esta Cataluña, a la que el nacionalismo tiene bocabajo, creyendo que pone a los Borbones, se empeña en perpetuar el golpe de Estado. Basta contemplar como el presidente del Parlamento, el ínclito Torrent, sigue la senda filibustera de su antecesora Forcadell, al entronizar el pasado jueves al prófugo Puigdemont como presidente legítimo con derecho a Corte en su destierro de Waterloo. Ello a cambio de ceder la vez a un aspirante inelegible como el preso Jordi Sánchez, líder de la ANC. Un paso previo para que, a la tercera, le llegue el turno a su ex consejero Turull y ejerza de presidente por delegación mientras el juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, ultima la instrucción y dispone la eventual inhabilitación de éste último. Nunca se había visto –ni siquiera en Venezuela– un gatuperio así: una cámara de representantes deslegitimándose a sí misma y transfiriendo esa legitimidad a una asamblea paralela en derredor de un prófugo.
En definitiva, Cataluña asiste a una carrera de relevos en lo que menos importa es su gobernación. Claro que sus intereses han sido tan mal atendidos todos estos años de kafkiano proceso soberanista que sólo ha encontrado mejora en los meses que lleva sin Gobierno, después de padecer gestores que hacen de cada solución un problema. ¡Que nadie luego se pregunte, emulando al personaje de Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, cuándo se jodió Cataluña y, por ende, España! Porque lleva jodiéndose cada día desde hace 40 años que Pujol desplazó del poder a Tarradellas y muchos miraron para otro lado. Frente a esa incontrovertible e interpelante realidad que algunos espantan cual enojosas moscas cojoneras, algunos se refugian en el reaccionario apotegma del servil rector de Cervera ante Fernando VII: «Lejos de nosotros, majestad, la funesta manía de pensar».