EL MUNDO – 13/01/16 – LUIS SÁNCHEZ-MERLO
· Los partidos políticos deben darse prisa, sentarse a la mesa y ponerse de acuerdo para gestionar, con sentido de Estado, el mayor desafío que ha sufrido la unidad de España en el último medio siglo.
Todo empezó un mes de septiembre, cuando cientos de miles de catalanes salieron a la calle pidiendo la independencia. Desde entonces hasta la rendición del héroe irredento que, en algún momento, tendrá que dar explicaciones a la Justicia, han ocurrido muchas cosas. La última, un nuevo presidente de la Generalitat, sin consulta –explícita o implícita– alguna al elector, para hacer avanzar el proceso hacia la república catalana que había encallado temporalmente. Los antisistema, que han enviado al director de la orquesta al «basurero de la Historia», han tragado –en el último suspiro– con una designación a dedo.
Tras comicios sin efectos definitivos y revelaciones policiales sobre la corrupción en Cataluña, no sustanciadas –hasta el momento– en sede judicial ni insinuadas en sede parlamentaria, los prolegómenos de la gran confrontación terminan sin que asome síntoma alguno de entente entre las partes en conflicto, dos mitades casi perfectas: los que están a favor de la separación del resto de España y los que prefieren seguir siendo catalanes y españoles.
Y aunque el resultado final de la votación de investidura, 70/63, (70 síes, 63 noes y seis abstenciones) sume una clara mayoría para el nuevo inquilino de la Plaza de San Jaume, ésta no es abrumadora y cualificada (exigencia del Estatut para cualquier modificación del mismo) como para respaldar, sin más, la inexcusable marcha del agitprop hacia la república independiente de Cataluña.
¿Qué cabría destacar a la hora de enjuiciar el momento en el que esto ocurre? Lejos de buscar una condena moral, parece obligado tomar perspectiva y plantearse qué puede ocurrir en los próximos meses. En definitiva, son las cuestiones prácticas del asunto las que cuentan aunque ese ejercicio de pragmatismo, sin contemplaciones, pueda terminar sacándonos de la pista.
Sin perspectivas aún de un Gobierno estable en Madrid y en el arranque de un juicio inédito en Palma, el contexto que ha envuelto la renuncia pactada –en favor de un secesionista aún más categórico– no parece casual, a juzgar por el desarrollo y desenlace de las asombrosas negociaciones de las últimas semanas. No sería la primera vez en nuestra historia que la debilidad opresora galvaniza el apetito secesionista.
Si desde ahora mismo se avanza –como el futuro Govern planea– hacia una ruptura de facto con el Estado, resulta preciso –y es delicado– medir los efectos de las reacciones que puedan suscitarse al otro lado de la mesa.
Es muy posible que, poniendo en marcha medidas parciales de desenganche, la Generalitat busque provocar actuaciones más radicales por parte de un Estado hastiado. Bastaría con ir subiendo –de forma escalonada y teatral– el tono de las acciones, los mensajes y los gestos para que Madrid reaccione con contundencia, generándose así un clima de hostilidad. Y llegados ahí, mucho cuidado con la paz social.
Por un lado, el estrangulamiento económico puede ser un tiro en el pie para el Gobierno central, dado que se estaría perjudicando a ciudadanos españoles (no olvidemos aquella observación que le hicieron al presidente –teórico conocedor de los artículos del Código Civil que regulan la adquisición y la pérdida de la nacionalidad– en una entrevista, al recordarle que los catalanes independizados seguirían siendo españoles, ergo europeos). Y por otro, desactivar la autonomía daría lugar a una respuesta soberanista que pondría en primer plano la exigencia de un referéndum de autodeterminación, lo que bien podría constituir el fin táctico de esta etapa.
Por tanto, en términos prácticos, hay que tener presente que los independentistas marcan, desde hace tiempo, la hoja de ruta. Madrid es un mero seguidor (follower) de Barcelona, líder, según la teoría de juegos. Cataluña quiere la independencia pero ésta sólo será legítima, interna e internacionalmente, si nace de un referéndum homologado que vendría a reconocer el derecho a la autodeterminación. Pero Barcelona no tendrá su referéndum homologable hasta que el Congreso de los Diputados así lo apruebe, lo cual sólo ocurrirá si la situación social, jurídica y política se vuelve inviable. Un marco que podría desencadenarse de forma unilateral por un supuesto desenganche que devenga en un caos total y unas medidas de reacción que «no sean sostenibles en el tiempo».
Y no entender que ése es el juego sobre el tablero puede terminar por enredarnos en un universo abstracto –tan español, por otra parte– de condenas morales, responsabilidades jurídicas y otros conceptos que no conmueven al electorado catalán pro-separación y, por tanto, a sus dirigentes.
Es más, la complicada aplicación del artículo 155 de la Constitución –que no está pensado para un escenario de esta naturaleza– nos podría abocar a una vía muerta y sin marcha atrás posible, a un mero gesto que no traería soluciones aunque, sin duda, su exigencia va a aumentar desde hoy mismo. Ítem más, un país tan descentralizado no se puede permitir que una Comunidad Autónoma, como Cataluña, esté suspendida de forma permanente. Y tampoco basta con sancionar, meter en la cárcel o tratar de anular a los dirigentes políticos, pues otros vendrán a sustituirlos entre mareas de apoyo y desobediencia civil.
Endiablado tablero que no parece tener una salida positiva y estable, dado que ni siquiera las tropelías manifiestas de una banda criminal (la Audiencia Nacional dixit) han surtido el efecto lógico de castigo y desafección. Y condenar a prisión, por randa, al padre de Cataluña –para lo que aún faltan años de proceso– es una cosa, pero hacer lo mismo a su heredero político, por separatista, es otra muy distinta con efectos impensables.
Por tanto, antes de iniciar el intercambio, convendría revisar la munición y pensar en el día después, sin olvidar que Podemos, uno de los triunfadores de las últimas elecciones, se muestra partidario del referéndum. Por otro lado, el reparto de votantes entre partidarios y detractores de la separación es muy distinto al de los opuestos al referéndum y los partidarios de éste, porque buena parte de los contrarios a la secesión son proclives a la consulta.
TODO ELLO obliga a cambiar el foco del análisis pues la partida se va a jugar –en términos prácticos y no teóricos y mucho menos morales o legales– sobre un espacio público y será enjuiciada por una ciudadanía atenta a la naturaleza de la situación de cada momento. Y si ésta llega a ser insostenible, en términos prácticos, no quedará más remedio que buscar la avenencia.
El reloj, en marcha, y la ciudadanía, expectante ante la secuencia de acciones y reacciones. Se acabaron los prolegómenos. Ahora es tan necesario tener la cabeza fría como no cometer errores y ser firme en la aplicación de la ley, que va más allá del socorrido 155, al que no hay que fiar la defensa del Estado de Derecho como expresión del respeto por igual a todos los ciudadanos. Y ello, sin que falte una cara amable que sepa leer –sin apriorismos– el tejido social catalán, asegurando un futuro sin heridas ni cicatrices.
Cada día estamos un paso más cerca de la separación. Así que dense prisa los partidos que representan a esa ciudadanía perpleja y silente, que asiste al desencuentro, entre la resignación y el desasosiego; siéntense en la mesa, pónganse de acuerdo, conformen una mayoría robusta –sugestiva y generosa– diseñen un referéndum de soberanía, aceptable para las partes –previa reforma constitucional– y gestionen, con sentido de Estado, el mayor desafío que ha sufrido la unidad de España en el último medio siglo.
Así que, frente al estrépito de la ruptura, el ingenio de la persuasión.
Luis Sánchez-Merlo fue secretario general de la Presidencia del Gobierno (1981-82).