FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Con independencia de cuál sea el resultado, me parece fuera de toda duda que estas elecciones, como las vascas, nos introducen en un escenario político muy diferente al que nos encontramos en cualquier otra elección “regional”

No se entiende muy bien cómo el BBVA ha elegido este momento precisamente para anunciar su opa hostil contra el Sabadell, en plena campaña de las elecciones catalanas. La reacción ha sido la previsible, todo el mundo se ha posicionado en contra, empezando por el Gobierno y la Generalitat, y abarcando a todas las fuerzas políticas sin excepción. Lo más interesante de todo, sin embargo, es que saca a la luz —o vuelve a recordarnos— cómo la lógica de la economía no se deja atrapar fácilmente por identidades particularistas. O, si lo prefieren, que el mundo de la economía no atiende a más razones que las propias de este subsistema, no tiene un corazón patriótico. Prueba de ello es que a la UE esta operación le parece de perlas. Y ella es el regulador en última instancia. Un regulador frío y calculador, muy alejado de los humores y transpiraciones que suelen hacer acto de presencia en unas elecciones como estas, tan cargadas de particularismo.

Aquí es donde me gustaría aterrizar, porque, con independencia de cuál sea el resultado, algo sobre lo que no voy a especular, lo que me parece fuera de toda duda es que estas elecciones, como las vascas, nos introducen en un escenario político muy diferente al que nos encontramos en cualquier otra elección “regional”. En otras palabras, su hecho diferencial se hace más que palpable. No ya solo por el protagonismo que tienen los partidos autóctonos, sino por los discursos y la propia emocionalidad que rebosan. Es posible que la economía viva en un frío mundo paralelo, pero la política no tiene más remedio que hacerse cargo de esa sensibilidad distinta, ciertamente densa. De hecho, es lo que venimos haciendo desde la Transición, tratar de acomodarla al Estado autonómico. A trancas y barrancas, claro. Primero, porque la Constitución establece unos límites claros, pero ha permitido a la vez una gran holgura a la hora de ir incrementando el autogobierno de estas regiones históricas. Y luego, porque los imperativos de la gobernabilidad han hecho de la necesidad virtud, y los dos grandes partidos nacionales se han visto impelidos a ir haciendo concesiones.

El procés rompió con esta homeóstasis o equilibrio inestable con el que veníamos funcionando, pero seguimos navegando por la historia sin un mapa claro. Esta campaña no ha contribuido a clarificarlo porque todavía arrastra la resaca del desaguisado. Quizá por eso mismo la gestión ha pasado al primer plano. Pero el independentismo tiene clara su hoja de ruta. No así nuestros dos grandes partidos. El PSOE sigue prisionero de las demandas que se ve obligado a aceptar para mantenerse en el Gobierno, pero ahora mismo ignoro cuál es su modelo de Estado fuera de las vagas declaraciones sobre el federalismo. Imagino que será lo que vaya quedando después de las distintas concesiones. ¿Y el PP? Hubiera estado bien que nos enteráramos de una vez en esta campaña cómo desea integrar a las dos regiones con hechos diferenciales tan manifiestos. Silencio, fuera de alguna alusión a la Constitución. El marco legal no es, desde luego, algo que se pueda infringir, pero sus resultados electorales en estos territorios deberían ponerles las pilas.

Lo único cierto es que nos falta una reflexión conjunta sobre lo mucho que nos une —y aquí entran también las constricciones económicas que vimos en el caso de los bancos—, pero también sobre aquello en lo que somos diferentes. Fuera de intereses políticos puntuales, poniendo el acento en la convivencia y el respeto mutuo y alejados de soflamas. Puede que sea un ingenuo, pero cualquier otra alternativa siempre será peor.