José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- La catarsis política no llega en Cataluña porque el Gobierno ha errado al ofrecer falsos estímulos a la vana esperanza del republicanismo separatista, en vez de conminarle al realismo y a la legalidad
Pere Aragonés, presidente de la Generalitat de Catalunya, no acude a la manifestación de la Diada organizada por la ANC porque entiende que «no va contra el Estado sino contra los partidos». El suyo, ERC, le secunda y su máximo responsable, Oriol Junqueras, ha calificado la concentración popular como contraria al soberanismo. Cinco años después de las leyes de desconexión —seis y siete de septiembre de 2017— y ya pronto, también, del referéndum ilegal del 1 de octubre, el secesionismo mantiene una tramoya desvencijada que amenaza con desplomarse. El proceso soberanista —ya frustrado— entra hoy en su ocaso con la Diada dividida y divisoria del secesionismo.
El nuevo fracaso del separatismo catalán —cíclico en su historia y en la del conjunto de España— es un rasgo de la psicología de las clases mesocráticas de Cataluña, detectada y definida desde hace ya mucho tiempo. Salvador de Madariaga, en su gran ensayo histórico sobre España —dispongo de la edición de Espasa Calpe de 1978, año de su fallecimiento— dedica tres ensayos a la «cuestión catalana», el primero de ellos titulado perspicazmente «Aspecto psicológico».
Madariaga fue un eminente miembro de la generación de intelectuales del siglo pasado que, en su caso desde el liberalismo republicano, realizó aportaciones trascendentales en el terreno del análisis de los problemas endógenos de la realidad española. Él y otros se adelantaron, mejorando el tino diagnóstico, a los analistas más recientes del proceso soberanista que hemos padecido allí, advirtiendo de que la «cuestión catalana» estará siempre presente de una forma u otra en nuestra realidad cotidiana, sea cual fuere el sistema político en el que se encuadre.
Escribe Madariaga que «una república catalana sería económicamente imposible, aunque políticamente no lo fuera. Barcelona es a la par la causa más importante del catalanismo y el origen de las fuerzas más potentes en pro de la unión española. Además, Barcelona contiene una fuerte proporción de habitantes no catalanistas (catalanes y no catalanes) suficiente, a veces, para reducir a minoría a los catalanistas». Estas reflexiones están escritas por el autor en el inicio de la década de los años treinta del siglo pasado y parecen redactadas ayer.
El disenso crónico entre Cataluña y el resto de España lo atribuye Madariaga a «la falta de confianza mutua: el catalán desconfía del castellano por su sentido autoritario y por lo que él cree incapacidad para comprender la libertad, mientras el castellano sospecha en el catalán falta de sentido cooperativo y una tendencia dispersiva que lo llevaría a utilizar su libertad en contra de la unidad nacional que Castilla llegó a construir durante siglos de ardua labor iluminados por breves fases de visión política. Los conflictos de confianza no se curan más que con el tiempo […]».
¿Cuál es ahora la situación? Parece claro que Cataluña ha entrado en un proceso endogámico, introspectivo y de duelo psicológico por el fracaso que se produce mucho más entre los actores del soberanismo inviable que fuera de ese ámbito. Me permito recomendar muy vivamente el ensayo de Benito Arruñada en el número 252 de ‘Letras Libres’, correspondiente a este mes de septiembre, en el que el catedrático de organización de empresas de la Universidad Pompeu Fabra reflexiona sobre la paradoja de que Cataluña ha crecido y prosperado más en los períodos de menor autonomía política. Tesis políticamente incorrecta, pero que el autor razona.
Lo explica porque «las instituciones exógenas pueden reducir la captura de rentas en el interior y aumentar la captura en el exterior». Para este académico, la autonomía —tal y como se entendió desde el pujolismo hasta el presente— «ha reducido la movilidad social de la sociedad catalana» también «ha profundizado la división entre la élite gobernante con apellidos de origen catalán y mayores niveles de ingresos y educación, y una mayoría con las características opuestas, sin que la diferencia de ingresos pueda atribuirse a la mayor educación sino al origen étnico-cultural», mencionando a autores que han comprobado que «las élites políticas gobernantes tienen muchos más apellidos catalanes, confirmando el abismo que existe entre ellas y la población general».
Una Cataluña secesionista replegada sobre sí misma como en la actualidad, cuyos partidos principales —al margen del PSC y los demás no nacionalistas— saben que han fracasado en su intento separador del resto de España, ofrece el espectáculo de un derrumbe que tendría que concluir en una catarsis política que no llega porque el Gobierno de coalición —con una debilidad parlamentaria que le ha llevado a abrigarse con los escaños de los independentistas republicanos— ha errado al ofrecer falsos estímulos a la vana esperanza del republicanismo separatista en vez de conminarle al realismo: la mesa de diálogo para negociar «la amnistía y la autodeterminación».
El mérito de que el independentismo desfallezca no es de la acción política antiinflamatoria de la coalición gubernamental —recuerden el episodio del CNI— sino que responde a causas endógenas, y, concretamente, a los rasgos psicológicos del fracaso catalán en esas derivas de tanto en cuanto en la historia que le han llevado a callejones sin salida. Pasa del ‘seny’ a la ‘rauxa casi sin solución de continuidad histórica. Y provoca crisis que han arrastrado a España a situaciones difíciles.
La «mesa de diálogo» pactada entre ERC y el PSOE para subir a la peana presidencial a Sánchez es un error que se entiende solo como una contrapartida coyuntural ante la insuficiencia parlamentaria de la coalición, pero sin un valor real, salvo el de constituir un placebo. Es un error como el otro cometido por el PP y Mariano Rajoy cuando, entre 2011 y 2017, se declararon ignorantes de la historia de nuestro país y confundieron —por imprudente temeridad— que la política catalana padecía de un trastorno que requería una constante terapia.
¿Cuál? Pues siguiendo por la senda de Madariaga (intensificar la confianza mutua en lo posible) y de Ortega (la conllevancia). Además: cumplimiento de la ley y acatamiento a las sentencias judiciales. Toda otra actitud es estéril y la izquierda terminará por experimentar la amarga decepción de Manuel Azaña, presidente que fue de la II República. Dejar las dinámicas políticas destructivas sin encauzarlas termina en desastre. Como en 2017.
Nótese que Aragonés se manifestaría hoy contra el Estado que él representa en Cataluña y con cuyo Gobierno colabora, pero no lo hará por lealtad institucional y constitucional, sino porque barrunta que los artefactos —ANC, por una parte, Ómnium Cultural, por otra, entidades cada vez más distanciadas— potenciados como arietes contra el Estado han sido cañas que se han tornado ahora en lanzas contra los aprendices de brujo que fabularon durante una década sobre un imposible viaje a Ítaca.