LEOPOLDO CALVO-SOTELO IBÁÑEZ MARTÍN, ABC – 22/07/14
· Tenemos por delante muchos años difíciles en Cataluña, y no podemos pasarlos solo con paciencia, firmeza y aplicación de la Constitución y la ley. Hace falta también un proyecto que, para empezar, pueda ilusionar y dar argumentos a los catalanes contrarios a la independencia.
La reunión que Mariano Rajoy y Artur Mas van a tener en los próximos días da la impresión de ser a la vez necesaria y poco útil. Esa apariencia de escasa utilidad es el reflejo de una situación catalana que parece haberse convertido en un proceso sin sujeto, sobre el que nadie puede influir ni en un sentido ni en otro. Sin embargo, por alguna de sus declaraciones se diría que Mas todavía espera algo de la «respuesta del Estado» al desafío independentista, todavía cree que si el Estado y Cataluña hablaran de igual a igual la actual crisis tendría solución. Ocurre que ese planteamiento tiene algo de petición de principio, porque solo dos estados independientes hablan de igual a igual, de modo que esta vía no es muy prometedora.
En realidad, esa frase –la «respuesta del Estado»– forma parte de un modelo que funcionó mientras al mus autonómico español se jugaba con envites y el órdago independentista quedaba como un último recurso que rara vez se mencionaba y nunca se utilizaba. Los envites se aplacaban con transferencias de competencias, utilizando, lícitamente, las estructuras constitucionales previstas al efecto, y aprovechando, ya de forma más discutible, la coyuntura de un partido gobernante que carecía de mayoría en el Congreso de los Diputados y necesitaba apoyos parlamentarios. De este modo, un líder nacionalista podía volver de Madrid enarbolando triunfalmente el trofeo competencial que la «respuesta del Estado» le había concedido. Curiosamente, a nadie parecían interesarle mucho los resultados que luego daba el ejercicio de las competencias transferidas.
Con todos sus defectos, este modelo ha contribuido durante muchos años al desarrollo del Estado de las autonomías. Pero una vez que se ha echado el órdago a la grande y el desafío independentista está sobre la mesa, el problema ya no puede arreglarse con transferencias de competencias. ¿Cómo abordarlo, entonces? Quizá haya que empezar por afirmar lo obvio, a saber, que un problema constitucional debe tener una solución de igual naturaleza, y que esas soluciones suelen consistir en una reforma constitucional.
Cuando se habla de reforma constitucional, hay dos cuestiones previas que deben despejarse. Para despachar la primera hay que superar la famosa prevención ignaciana contra hacer mudanza en tiempo de desolación. Quizá en este punto nos ayude más una frase del secretario del santo, Juan de Polanco, quien, hablando de las Constituciones de la Compañía, decía: «Yo no osaría tentar se mude la constitución, sabiendo en estas cosas esenciales con qué lumbre divina procede San Ignacio». Con nuestra querida Constitución de 1978 se trata igualmente de preservar sus cosas esenciales, que los constituyentes establecieron, si no con lumbre divina, sí poderosamente iluminados por aquella feliz coyuntura histórica y política que llamamos Transición. Pero se pueden hacer reformas en el edificio constitucional respetando sus paredes maestras.
Es más, ha llegado el momento de acometer esas reformas, y algún dato comparado puede ayudarnos a formar opinión al respecto. Desde su promulgación en 1978, la Constitución ha tenido dos reformas, las dos puntuales y las dos impuestas por nuestra pertenencia a la Unión Europea: la del artículo 13.2, relativa al sufragio pasivo de los extranjeros en las elecciones municipales, que tuvo lugar en 1992; y la más reciente (2011) del artículo 135.2, en materia de deuda pública. Pues bien, durante esos treinta y cinco años la Constitución francesa ha sufrido diecinueve reformas, y la Constitución italiana, doce. En ambos casos, varias de esas reformas han tenido auténtica trascendencia.
Parece claro que ya nos toca entrar por ese camino, y que las reformas más importantes han de recaer sobre el sistema autonómico, que empezó a desarreglarse hace más de diez años, cuando el entonces secretario general del PSOE, tras firmar en 2003 el llamado Pacto del Tinell, decidió romper el consenso de los dos grandes partidos en la materia. Ahora el PSOE tiene un nuevo secretario general y es hora de recomponer ese consenso, del que salieron, además de la Constitución de 1978, los importantes Acuerdos Autonómicos de 1981, que cerraron el mapa autonómico, y los de 1995, relativos a la ampliación de competencias de las comunidades autónomas del artículo 143 de la propia Constitución. El primer paso simbólico para esa recomposición sería que, un día antes de recibir a Mas, el presidente Rajoy y Pedro Sánchez tuvieran una reunión con el tema autonómico en el orden del día, para dejar claro que los dos grandes partidos han recuperado la iniciativa y la unidad en un punto tan capital para nuestra convivencia.
La segunda cuestión previa es casi puramente terminológica y se aclara diciendo que introducir el adjetivo «federal» en el debate de que se trata no ayuda gran cosa. España es hoy un Estado federal en todo menos en el nombre. No hay un paradigma federal establecido al que España tenga que aspirar. Cualquier análisis comparado de los federalismos en Europa y en Norteamérica detecta importantes disparidades entre unos y otros sistemas, y el modelo español encuentra con naturalidad su lugar en ese arco de similitudes y diferencias. Por todo ello, hablar de «federalismo» en España solo puede contribuir a enturbiar el agua, con lo que será mejor quedarnos con la terminología propia del Estado de las autonomías, ya muy arraigada entre nosotros y perfectamente satisfactoria.
¿Cómo plantear la reforma del Estado de las autonomías? Resultaría, desde luego, primordial dar claridad y fijeza al sistema de distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas. De este modo, el énfasis dejaría de estar en la obtención de más competencias y pasaría a ponerse en ejercerlas de la forma más beneficiosa para los ciudadanos. La medida del éxito político sería la buena gestión, no la longitud de la galería de «transferencias-trofeo», y las comunidades autónomas rivalizarían entre sí para concebir y desarrollar las mejores prácticas para la prestación de los servicios públicos. Esa es la esencia del llamado «federalismo competitivo», que en Estados Unidos hace que los estados se enorgullezcan de actuar como laboratorios donde se prueban políticas públicas experimentales que, si resultan exitosas, luego se copian en los demás.
ACataluña le correspondería el liderazgo natural de un proceso de reforma constitucional inspirado en estos criterios, porque tiene políticos, altos funcionarios y académicos con experiencia y talento difíciles de superar en materia autonómica. Por otra parte, en ese proceso habría tiempo para debatir sobre la revisión constitucional que haría falta para dar encaje a los preceptos del vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña que en su día fueron anulados por el Tribunal Constitucional, y también sobre cómo puede mejorarse el actual sistema de financiación de las comunidades autónomas.
Se dirá, con razón, que a día de hoy un planteamiento de estas características resulta inaceptable para el presidente Mas. Pero tenemos por delante muchos años difíciles en Cataluña, y no podemos pasarlos solo con paciencia, firmeza y aplicación de la Constitución y la ley. Hace falta también un proyecto que, para empezar, pueda ilusionar y dar argumentos a los catalanes contrarios a la independencia. Después habrá que intentar que Convergencia Democrática de Cataluña se dé cuenta de que volver a ser cabeza de león, que es lo que siempre ha sido en Cataluña y en España, es mucho mejor que convertirse en cola de ratón. Pero esta es cuestión tan crucial que habrá que dedicarle otra Tercera.
LEOPOLDO CALVO-SOTELO IBÁÑEZ MARTÍN, ABC – 22/07/14