José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Se está fraguando una especie de segunda parte del ‘procés’ que ya no se articularía mediante leyes de desconexión ni excentricidades políticas sino a través de un enfrentamiento lingüístico
Lean este párrafo tan contundente: “El sectarismo que lleva siglos aquejándonos se encuentra hoy en plena vitalidad, especialmente en lo que atañe a las lenguas. Las páginas que siguen están inspiradas por la razón pero sé que los mitos, particularmente los nacionales y las lenguas asociadas a ellos, son impermeables a los desvelos de las luces, pues sacan su fuerza de la irracionalidad y la visceralidad”. Lo escribió en un buen ensayo (‘Lenguas en guerra’, editorial Anagrama 2005) Irene Lozano, secretaria de Estado en funciones de España Global y estrecha colaboradora de Pedro Sánchez en la elaboración, entre otros varios asuntos, de su libro ‘Manual de resistencia’.
Recomiendo este libro (‘Lenguas en guerra’), que obtuvo el premio Anagrama de ensayo, porque contiene todas las claves de este delicado asunto con específicas remisiones a Cataluña, en donde parece que los estrategas del proceso soberanista —los más radicales y más irresponsables, aunque todos lo sean— han puesto en marcha una segunda fase de agitación hurgando en la zona más sensible de las identidades: las lenguas. Pretenden que los idiomas —remedando el ensayo de Lozano— entren ‘en guerra’.
El nuevo presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, Joan Canadell, ha sostenido públicamente que responder preguntas en castellano —como habitualmente se hace allí— es “una pérdida de tiempo”. Y se propone practicar el monolingüismo en una sociedad bilingüe. La inspiración quizá le vino a este empresario independentista de la portavoz del Gobierno de la Generalitat, Meritxell Budó, que el pasado mes de junio se negó a contestar en castellano a las preguntas formuladas en ese idioma, después de hacerlo en catalán, como venía siendo norma. Budó balbuceo días después una disculpa, pero dejó la semilla de un nuevo conflicto que se traduciría en procurar la invisibilidad del castellano —idioma materno de la mayoría de los ciudadanos de Cataluña—. Lo acaba de recordar Rosa Cullell en un artículo titulado «Mi patria son dos lenguas» (‘El País’, publicado el 1 de julio pasado).
La articulista constata que “ha pasado el tiempo y la inmersión lingüística de nuestros hijos y nietos es absoluta”, en una comunidad en la que la lengua materna del 52% de la población es el castellano y del 32%, el catalán. Una ‘normalización‘ que permite que el 99% de los catalanes entienda el castellano y el 96,4% lo hable “sin ningún problema”. El bilingüismo sigue creciendo sin obstáculos salvo los que crean los nuevos “inquisidores” que Cullell denuncia como tales. En este sentido, son muy interesante los datos sobre consumo de productos culturales que ha proporcionado el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat: los catalanes prefieren leer libros en castellano (45% frente a 27%), ver cine en ese idioma (46,8% frente a un 15%, siendo del 18% los que optan por la versión original) y acudir al teatro (34,8% en castellano frente al 28,3%). Los porcentajes de indiferentes son también altos.
Hay que estar alerta porque se están generando artificiosamente las condiciones para un renovado malestar, un nuevo agravio —la supuesta postergación del idioma catalán— que pretende visualizarse mediante la negación del castellano, un despropósito alimentado por victimizaciones según las cuales “el catalán está perdiendo en los recreos de los colegiales”, una especie que ha lanzado TV3 en un controvertido reportaje el pasado 30 de junio titulado ‘Llenguasferits’. Se fragua así una especie de segunda parte del ‘procés’ que ya no se articularía mediante leyes de desconexión ni excentricidades políticas sino a través de un abierto enfrentamiento lingüístico.
Se están generando artificiosamente las condiciones para un nuevo agravio que pretende visualizarse mediante la negación del castellano
La sospecha de que los Canadell y las Budó están echando gasolina al fuego es vivísima, llevando a la práctica las proclamadas tesis de Quim Torra. Nada tiene más capacidad de identidad, para unos y para otros, que la lengua, de tal manera que su conciliación a través del bilingüismo, trabado en la tolerancia, es un objetivo innegociable que apela a la sensatez de los que se expresan en catalán y en castellano —o en ambas lenguas— para marginar al fundamentalismo ‘procesista’ fracasado y que necesita para prosperar de reacciones tan virulentas como sus propias formulaciones sectarias. Como escribió ayer en ‘El Periódico’ Carles Francino, hemos pasado de “¡habla castellano, coño!” al “¡parla en catalá, collons!”, de tal manera que “solo cambian los órganos genitales pero el cerebro y el talante son los mismo. Idiotas y sectarios”. Eso.