HERMANN TERTSCH-ABC
En Barcelona cayó el muro de las mentiras que tenían a España secuestrada
SE ha escrito ya mucho y se habrá de escribir mucho más sobre este domingo 8 de octubre que pasará a la historia como una de esas jornadas luminosas que tan escasamente aparecen en los libros que hablan de España. El domingo lo recordaremos todos los que tuvimos la inmensa fortuna de estar allí como el día en que la nación española cumplió con nuestros mejores sueños. Allí apareció aquella multitud revuelta y variopinta, sin instrucciones, órdenes ni consignas, sin prisas ni ansiedades, sin miedos ni rencores para desencadenar, en armonía, en fiesta y buen humor, lo que pronto fue una inmensa catarsis. Que todos sintieron y todos sabían que estaba pendiente. Lo necesitábamos. No ya los presentes sino toda España necesitaba esta experiencia de encontrarse y sentirse tras tantos sinsabores, humillaciones y silencios, siempre en parte impuestos siempre algo voluntarios y cobardes y culpables por tanto. De esa conciencia esa emoción. Yo lo había visto antes. Tantos adultos llorando juntos tanto, de emoción y pura felicidad. Allá por 1989. Desconocidos abrazados en el llanto, policías con lágrimas bajo las gafas, mujeres con la cara bañada, parejas de la mano con los ojos empapados, evocaban en Barcelona el año milagroso en que cayó hecho trizas el telón de acero de la cárcel de pueblos en Europa oriental. Cuando las multitudes celebraban en las calles de Varsovia, Praga, Berlín o Bucarest, aún incrédulas, en la emoción del cambio trascendente, su nueva libertad. Para Cataluña y para España entera ha caído un muro de mentiras impuestas por unos y asumidas por la mayoría durante siete lustros. Hubo que reunir a tantísimos para confirmar todos juntos que ellos no necesitan ni juegos florales o bailes de tarjetones de colores ni desfiles norcoreanos, ni lemas ni consignas ni órdenes, ni siquiera un poco de orden para reunirse. Para expresar y sentir una comunión profunda que no requiere movilizaciones oficiales ni arengas artificiales. No necesita enemigos porque no es una construcción chovinista de políticos para la política. Sino eso que muchos pretenden y los españoles muchas veces olvidan que tienen, una gran nación, con tanta naturalidad de siglos que a veces se duerme. O se desmaya. Pero también se despierta, como ahora. Sin histrionismo ni histerismos, sin rabia ni violencia pese a tanta humillación, tanta injusticia y tanto atropello. Alegre al verse a sí misma otra vez ahí, despierta y presente. Feliz en sus reencuentro consigo misma.
Esta multitud, la nación española, no necesita la falsedad. Otros sí. Quienes sustentan su emoción y proyecto en mentiras que aumentan sin cesar para proteger las anteriores viven en la farsa, en la militancia subvencionada, en el fanatismo con sus mitos y quimeras. Si la falsaria construcción comienza por hacer del patriota español Casanova un nacionalista catalán es lógico que acabe jurando que las empresas no huirán de la independencia. Todo es mentira en el supremacismo nacionalista catalán. La catarsis en Cataluña y toda España llega impulsada por el otro gran momento luminoso de estos tormentosos días: el discurso del Rey Felipe VI. Que demostró que esta vez hay alguien a la altura del reto histórico. También por la proliferación de manifestaciones en defensa de la Nación que se han extendido por toda la geografía española como expresión de esa voluntad de unidad, libertad e igualdad de los españoles. Los españoles piden el fin de la impunidad del delito. De todos. Como en 1808 con la nación en peligro, demandan una enmienda general. Esta vez para restablecer la unidad, la dignidad y la probidad en nuestra democracia. La clase política, gobierno a la cabeza, intenta frenar estas energías. Esperemos que no pueda. Y que quienes no estén a la altura sean arrastrados al sumidero del mediocre pasado inmediato.