Francisco J. Laporta-El País
ETA ha pedido perdón tendenciosamente porque no se ha disculpado por pudrir la integridad de un pueblo. Y todavía está en el ambiente, como una ponzoña que se adhiere a las relaciones sociales y a las relaciones personales
Se produce, al fin, la desaparición de ETA. Bienvenida sea. Pero hay que calibrar bien la catástrofe moral que ha supuesto. Solo eso servirá para que aprendamos de ello. Ese gran desastre ha sido el envilecimiento del pueblo vasco. Se ha medio pedido perdón tendenciosamente a algunas de las víctimas porque se ignora la lógica del perdón. Pero no se menciona lo más grave: que pudrieron la integridad moral de todo un pueblo. Implantaron un pavor difuso que interceptó la libertad personal de los vascos. Y determinó el deterioro de su dignidad moral al forzarlos a mirar para otro lado. Les obligaron a no ver a base de miedo, de coacción. Y eso todavía persiste. Y se recurre a ello.
Lo acabamos de ver en Alsasua. Lo de menos es si esas agresiones son o no son terrorismo desde el Código Penal. Lo grave es que allí vuelven a tener que pasar por la vergüenza moral de no haber visto nada, vuelven a traicionar sus deberes morales más elementales solo porque en Alsasua sigue en el aire el tóxico moral de ETA, el veneno que determinó durante tantos años la indignidad moral del pueblo vasco, incluida la de sus pastores religiosos. Ninguno de ellos, por cierto, ha levantado tampoco la voz en Alsasua. Hacen como el patrón de la villa, Pedro, negar una y otra vez su condición y traicionar sus convicciones morales; y la verdad que pueda acompañarlas. Quizás por miedo. Quizás porque también han sido inoculados con ese veneno.
¿Cómo puede explicarse este desastre ético? Pues no es tan difícil. Un antiguo texto que rescató ya hace años Arthur Koestler, lo ilustra muy bien. Es de un obispo medieval, y dice así: “Cuando está amenazada su existencia, la Iglesia queda libre de toda restricción moral. Con el fin de la unidad de los fieles, todos los medios están santificados, todos los ardides, traiciones, violencias, simonías, encarcelamientos y muertes, puesto que las reglas protegen al grupo, y el individuo tiene que sacrificarse para garantizar el bien común”. He ahí el trasfondo de todo ello. Entre el individuo y sus deberes morales más elementales se ha interpuesto una entidad colectiva que se presenta como una realidad ética suprema y determina la identidad de sus integrantes como agentes morales.
La víctima puede perdonar pero el victimario es incapaz de pedirlo
Su existencia e integridad se constituyen así en un ideal moral superior que confiere a los individuos su identidad ética. Llámese iglesia, partido, clase, pueblo, comunidad, nación, patria, o como sea, la aparición de una realidad colectiva dotada de esencia moral desplaza a los individuos a posiciones subalternas en el discurso ético. Quienes obran en nombre de esa realidad colectiva están dotados por ello de una legitimidad moral más alta que la del ser humano común, y pueden proyectar sobre él su mensaje moral, de grado o por fuerza. Un terrorista etarra no es más que esa lógica llevada al extremo: una mente inmadura en la que se ha alojado de tal modo semejante aporía moral que le lleva a verse como instrumento privilegiado de la entidad colectiva.
En esta lógica no cabe la compasión individual, porque sería tanto como poner en cuestión el postulado moral del grupo. Por eso esta lógica no deja espacio a las relaciones individuales de perdón. La víctima puede perdonar unilateralmente pero el victimario está imposibilitado para pedirlo, porque pedir perdón es sencillamente solicitar la restauración de mi estatus de agente moral, y eso le está vedado al guardián de la iglesia. Por eso lo pide con los labios, pero no con el corazón.
Aunque parezca contrario a nuestras convicciones más elementales, en la mentalidad abertzale los etarras son inocentes, porque su peripecia moral individual carece de importancia ante su alta misión de defensa y promoción del destino ético de la patria. En un escrito propio de su comunismo más dogmático, Luckács apelaba a la frase tremenda de la Judith de Hebbel: “Y si Dios hubiera puesto el pecado entre mí y la acción que se me ha impuesto, ¿quién soy yo para sustraerme al pecado?”. Exactamente la misma convicción que late en el escrito del obispo medieval. Igual que la actitud del etarra. La moralidad objetiva que anida en la patria ordena el pecado para existir y sobrevivirse a sí misma. Y esa orden hace inocente por definición la hazaña de Judith y el acto de terror. Quienes así pecan solo están obedeciendo una orden moral superior y, por tanto, sus acciones “están santificadas”.
ETA implantó un pavor difuso que determinó el deterioro de la dignidad moral de los vascos
El desastre colectivo de sustraer a los individuos su sustancia moral infundiendo el terror en sus conciencias es despreciado ante el destino del todo. El envilecimiento de las personas individuales que conforman un pueblo es irrelevante ante la salvación del pueblo como entidad ética superior. Esa es la catástrofe moral de los vascos. Y todavía está en el ambiente, como una ponzoña que se adhiere a las relaciones sociales y a las relaciones personales. Tardará decenas de años en desaparecer. Todos los años en que su vida social y política esté presidida por el relato nacionalista, que es una versión más de esa mentira moral.
Hace ya algunos años, Elías Díaz nos recordó que la sustanciación de lo colectivo acompaña siempre al Estado totalitario. El nacionalismo es también una sustanciación de lo colectivo, una transformación de una realidad colectiva en un ser único dotado de atributos morales. Esa transformación es seguramente gradual, se produce paulatinamente en una sociedad por vías muy complejas y diversas, pero a medida que lo colectivo se va solidificando y sustantivando hasta alcanzar la pretensión de ser una demanda moral unitaria, esas sociedades se van haciendo más autoritarias e intolerantes, y se van fragmentando con discriminaciones inspiradas en esa exigencia moral colectiva.
Se empieza en la educación, y entonces maestros y profesores asumen que deben indoctrinar en la epopeya nacional a muchachos inermes. Se sigue con la manipulación de la deliberación colectiva: medios de comunicación, mensajes, proclamas, etcétera; la mentira y la tergiversación son entonces un instrumento tan legítimo como cualquier otro. Y se acaba poco a poco en aquella supresión de todas las restricciones morales de que hablaba el obispo medieval. Incluida, sí, la violencia sobre las personas; y también la manipulación blasfema del credo religioso de la comunidad para que se adecue al mensaje moral nacional. En Cataluña se está viviendo esa paulatina transformación. Muchos lo estamos viendo con el alma en un puño.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.