Ignacio Camacho-ABC

  • Las convicciones de izquierda de muchos españoles son perfectamente compatibles con la machadiana fe de sus mayores

NINGUNA causa política, social o económica es capaz de movilizar ahora mismo tanta gente como la Semana Santa. Pese a lo cual, o acaso por esa razón, no merece la atención siquiera protocolaria del Gobierno de España, cuyo presidente tiene la costumbre de felicitar cada año el Ramadán a la comunidad islámica. Detalle inobjetable, incluso plausible, si no fuera porque contradice su proclamada vocación laica y porque la Constitución aún vigente reconoce al catolicismo como religión mayoritaria. Cada uno tiene libertad para creer o descreer lo que le venga en gana, pero las autoridades de un Estado aconfesional deberían evitar agravios comparativos manteniendo como poco una mínima equidistancia.

Luego, y ya en otro plano, se puede discutir sobre la profundidad de las creencias de los españoles que participan en la celebración cristiana de la Pascua como integrantes activos de las procesiones o como simples espectadores. En conjunto son varios millones, probablemente más de los siete que votan al PSOE, y entre ellos muchos simpatizantes de izquierda que no ven incompatibilidad entre sus convicciones ideológicas y lo que Machado llamaba la fe de sus mayores. De hecho, muchos políticos socialistas presiden los desfiles de las hermandades, orgullosos de representar a su comunidad local y de entender las relevantes raíces identitarias de una fiesta donde nadie pregunta a nadie por sus vínculos culturales o espirituales.

Otra cuestión es el sentido de esa participación multitudinaria en una liturgia sacra muy abierta que une la devoción, la penitencia, la tradición, el folclore, la fascinación estética, el turismo y hasta la simple expansividad callejera. La Iglesia, bajo el Pontificado de un Papa crecido en la religiosidad espontánea de Latinoamérica, ha identificado en la piedad popular un vehículo de evangelización basado en la idea de que donde no alcanza la doctrina pueden llegar las emociones directas e intensas, capaces de crear y transmitir un estado de conciencia con suficiente fuerza de atracción para combatir la creciente secularización de su clientela. Sin olvidar el papel de las cofradías como instrumentos de vertebración en sociedades cada vez menos homogéneas.

Ese catolicismo sociológico no será reflexivo ni intenso, pero merece el mismo respeto que el que practica ritos y sacramentos. Y aunque cierto progresismo de salón o un concepto integrista del hecho religioso no logren comprenderlo, funciona como un hilo invisible que cose la estructura moral del país y expresa la sentimentalidad natural del pueblo. El Vaticano, a veces tan estrecho de miras, sí ha sabido superar el recelo dogmático hacia la unamuniana fe del carbonero y aceptar que, si Santa Teresa encontraba a Dios entre los pucheros, también hay gente que ante un Crucificado de Juan de Mesa entiende el mensaje esencial de la redención por el sufrimiento.