Ana Iribar-El Correo

  • Los jóvenes descubren la falta de solidaridad de una comunidad social y política que no distingue entre asesinos y víctimas

Aquellos que sabían de qué iba aquí la cosa/ tendrán que ceder su sitio/ a los que saben poco./ Y menos que poco./ E incluso prácticamente nada». En los versos de Wislawa Szymborska hay una llamada a quienes hemos convivido con un conflicto; en el caso de mi generación, con el terrorismo de ETA, especialmente en Euskadi. Szymborska termina su poema ‘Fin y principio’ y escribe: «En la hierba que cubra/ causas y consecuencias/ seguro que habrá alguien tumbado,/ con una espiga entre los dientes,/ mirando las nubes».

Cada vez que entro en un aula para compartir mi testimonio con alumnos adolescentes o universitarios soy consciente de que ellos tomarán el relevo de mi generación. Es natural que sepan poco o nada sobre ETA; y es de agradecer, y mucho, la inmensa labor del profesorado para llenar ese vacío con conocimiento. No solo el tiempo hace crecer la hierba que cubre causas y consecuencias de cualquier conflicto; de lo contrario, cómo explicarnos que generación tras generación no seamos capaces de poner fin a guerras y terrorismos.

En el caso de ETA, mirar para otro lado, negarse a asumir responsabilidades y mantener activo su proyecto político han sido el nutriente perfecto e intencionado que ha hecho crecer la hierba del olvido. Lo dijo el entonces lehendakari, Iñigo Urkullu, el día en que ETA puso fin a la acción terrorista en 2011: «ha llegado la hora de pasar página». No se dirigió a la sociedad vasca para decirnos ‘es el momento de la verdad, de exigir a la banda su colaboración con la justicia, de liberarnos del lastre de ETA, de reflexionar sobre décadas de terror y sobre el sometimiento de la práctica totalidad de la sociedad vasca al miedo y al silencio que imponía la formidable maquinaria terrorista’.

No celebramos nada aquel día en las calles de Euskadi porque sencillamente no entendimos aquel desconcertante punto y final con el que los partidos políticos se condecoraban y pedían a sus conciudadanos silencio y olvido. En mi memoria queda la imagen patética de tres individuos que escondían bajo su capucha la negociación de la banda terrorista con el Estado.

El principio del denominado posterrorismo se activa sin contemplaciones para las víctimas, sin transición. Pero por más que quieran soplar desde Bildu contra las nubes de la historia, por más que llenen su discurso de relamidos eufemismos, nunca podrán ocultar a las víctimas de ETA y, en consecuencia, a sus asesinos. Dos listas que nadie podrá borrar de la historia. Aquí estamos, en manuales como ‘Vidas Rotas’, con nombre y apellidos, viudas, huérfanos, madres y hermanas, heridos y secuestrados, 853 asesinados, amenazados, transterrados, miles y miles de ciudadanos inocentes, víctimas de ETA.

Mientras escribo estas líneas conozco el fallecimiento del que fue lehendakari José Antonio Ardanza. Me vienen a la memoria sus palabras tras el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, cuando se dirigió a la comunidad vasca en julio de 1997 para decirnos: «ETA tiene unos cómplices. Sabemos quiénes son. Se llaman Herri Batasuna».

Hoy la sombra de ETA se sigue proyectando en el espacio público. Véanse la Korrika, a lo largo de cuyo recorrido se ha exhibido a más de sesenta etarras; la fantasmagórica aparición de Arnaldo Otegi en cada comparecencia del nuevo candidato de Bildu a las elecciones vascas; militantes etarras en las listas de las pasadas elecciones municipales. La presencia de quienes formaron parte de ETA en el espacio público no es solo una falta de respeto hacía sus víctimas, lo es hacia las nuevas generaciones que descubren la manifiesta falta de consistencia, de ética y de solidaridad de una comunidad social y política que no distingue entre asesinos y víctimas. Jamás reconocerán su responsabilidad porque nadie se la ha exigido.

Las nuevas generaciones tienen derecho a saber la verdad, no podemos negárselo. Aunque a mi generación le cueste enfrentarse a ETA, incluso cuando la banda ha dejado de matar. La verdad factual que defendía Hannah Arendt debe abrirse camino con el testimonio de las víctimas y en los manuales de historia. Los más jóvenes deben saber además que frente a ETA hubo hombres y mujeres increíblemente valientes que lo dieron todo por la democracia, ¡tan frágil!, que disfrutamos todos hoy; ciudadanos que respondieron al eco de las balas con la razón democrática, a la amenaza con coraje cívico, al fanatismo nacionalista con la solidaridad. Para que cuando las nuevas generaciones se tumben sobre la hierba que ha crecido sobre nuestro pasado, que es suyo también, sean benevolentes con mi generación y se sientan justos herederos de nuestros aciertos.

Aprendamos por nuestra parte a ceder nuestro sitio a los más jóvenes, a los que no saben prácticamente nada, y hagámoslo compartiendo nuestra historia libre de miedos, prejuicios y de fantasías folclóricas. No volquemos sobre sus espaldas la carga de nuestros errores, sino el entusiasmo por la única batalla posible, la de la libertad.