Lo que es central no son los derechos humanos sino los sujetos a los que les son inherentes esos derechos. Existencialmente, esta centralidad de los sujetos solo se hace efectiva comenzando por el reconocimiento debido a las víctimas. Pedagógicamente, solo se asume eficazmente cuando en el proceso median decisivamente las víctimas.
A la propuesta de que la educación para la convivencia y la paz se vertebre a partir de las víctimas se le está objetando, en diversas intervenciones, que esa centralidad corresponde a los derechos humanos. Con ánimo de aclarar esta cuestión e incluso, si fuera posible, de avanzar en entendimiento en torno a ella, creo oportuno hacer una serie de clarificaciones.
A primera vista, la objeción presupone que ‘relevancia debida a los derechos humanos’ y ‘centralidad de las víctimas’ no se armonizan, por lo cual, a causa del respeto prioritario debido a los primeros, habría que renunciar a lo segundo. Voy a defender por mi parte la tesis de que dar centralidad a las víctimas en los procesos educativos es el modo más auténtico, propio y pedagógicamente adecuado de garantizar la debida relevancia a los derechos humanos. Aunque esto pide, a su vez, que se trate de centralidad de un cierto modo.
La auténtica revelación de los derechos humanos, de lo que son y suponen, no se nos da en abstracto, se nos da en la vivencia en nosotros o la percepción empático-moral en los otros de la negación de esos derechos. Es decir, se nos da precisamente en las víctimas de la injusticia. Los derechos humanos no surgieron desde elucubraciones de académicos. Emergieron desde la conciencia de que en nosotros o en los otros -especialmente en los otros- se violaba lo éticamente inviolable de la condición humana. Las construcciones reflexivas en torno a ellos son necesarias, pero únicamente si se sustentan en las experiencias de victimación y vuelven a ellas para afrontarlas en justicia en la realidad. En este sentido, dar centralidad a las víctimas en la educación para la convivencia, para la paz, para los derechos humanos, significa dar centralidad a estos derechos, pero centralidad efectiva, centralidad encarnada.
Cabría aducir que esta centralidad en víctimas siempre concretas corre el peligro de ignorar ‘todos los derechos de todos los humanos’. El riesgo de la particularidad es cierto. Concretado, por ejemplo, en la atención a las víctimas que consideramos de algún modo ‘nuestras’ y a sus derechos, ignorando o menospreciando a las demás. Es aquí donde se impone una adecuada labor educativa: en la experiencia de la víctima, ¿descubrimos su carácter de víctima de derechos humanos o de víctima de los nuestros? Si se trata, como debe ser, de lo primero, el riesgo de particularidad desaparece, debido al carácter universal de los derechos. La víctima particular, acogida en su radical singularidad, se nos muestra en ese momento, además, vía de revelación de todas las víctimas, nuestras o de los otros, todas igualmente sujetos de dignidad. Para que ello sea posible, la centralidad de la víctima tiene que ser trabajada atendiendo a la vez a los sentimientos, los argumentos y las motivaciones.
En este enfoque de ‘derechos humanos a partir de las víctimas’ hay un logro añadido que es clave. La centralidad de los derechos mediada por la centralidad de las víctimas no será ya una centralidad formal, a la que damos monótonamente nuestro consentimiento teórico, algo que tanto abunda. Al pasar por la víctima, se nos fuerza a que sea centralidad comprometida, con contenido práctico, a favor de la vida, de la libertad, de la justicia. La víctima está ahí para reclamárnoslo.
Ciertamente, para vivenciar educativamente la universalidad de las víctimas y en ella la universalidad de los derechos humanos, es preciso que vayan apareciendo en la educación los diversos tipos de víctimas, con los correspondientes tipos de violencias. Esto es, la centralidad de las víctimas tiene que ser inclusiva. En este sentido solo puede privilegiarse la atención a un determinado tipo de víctimas cuando, por haber sido educativamente postergado o menospreciado, se nos muestra vía necesaria para la realización de esa universalidad. Es lo que ha pasado entre nosotros con las víctimas del terrorismo, que, no lo olvidemos, aunque se hable mucho de ellas a este respecto, siguen aún con presencia casi irrelevante en nuestras aulas.
La centralidad de las víctimas en la educación tiene una característica específica que conviene resaltar. Se pretende que sea centralidad no tanto de la víctima pasiva, contemplada, cuanto de la víctima activa, que interpela, nucleando y dinamizando el proceso educativo de concienciación. En la escuela hay que trabajar las victimaciones que se producen en ella, como el doloroso acoso escolar. Pero incluso entonces, para el conjunto del alumnado la víctima es la que está ahí ante él, expresándole testimonial y reflexivamente -con presencia física o virtual- lo que de verdad significan los derechos humanos como contraposición radical a su negación en la victimación. Los estudiantes aprenden de ese modo los derechos en los derechos del otro víctima, la vía más purificada para llegar a ellos en general y en todos, incluyendo, por supuesto, en quienes tiene más cerca, en sus propios compañeros humillados o marginados.
Podría resumirse lo dicho señalando que la centralidad de las víctimas da materialidad a la centralidad de los derechos; y que ésta purifica éticamente a la primera. Aunque quizá sea aún más correcto señalar que propiamente lo que es central no son los derechos humanos sino los sujetos a los que les son inherentes esos derechos. Existencialmente, esta centralidad de los sujetos solo se hace efectiva comenzando por el reconocimiento debido a las víctimas. Pedagógicamente, solo se asume afinada y eficazmente cuando en el proceso median decisivamente las víctimas.
(Xabier Etxeberria es miembro del Centro de ética aplicada de la Universidad de Deusto y de Bakeaz)
Xabier Etxeberria, EL CORREO, 26/2/2011