Gabriel Albiac-El Debate
  • Con el bagaje de su propia historia trágica a cuestas, Koestler trazaba en ella los laberintos de un mundo en el cual toda realidad, la presente como la pasada, puede ser reinventada a la medida de aquel que posee el poder supremo

En doctrina ampliamente compartida por los Padres de la Iglesia, a la que más tarde diera consistencia lógica Tomás de Aquino, ni siquiera Dios puede hacer que lo que fue no haya sido. Borges haría de esa paradoja teológica el eje de un relato suyo de concisa intensidad poética.

Los políticos del siglo veinte descubrieron que sí podían hacer eso en lo cual Dios fracasa. Su potestad se elevó así por encima de todo cuanto los antiguos se hubieran permitido fantasear. Y, en 1940, la edición inglesa de una novela indispensable de Arthur Koestler tomaría como título alusivo Midnight at noonMedianoche a mediodía. Con el bagaje de su propia historia trágica a cuestas, Koestler trazaba en ella los laberintos de un mundo en el cual toda realidad, la presente como la pasada, puede ser reinventada a la medida de aquel que posee el poder supremo.

Koestler lo había visto todo, todo lo había transitado. En el universo atroz del primer tercio de siglo europeo, se embriagó con las ensoñaciones milenaristas de una Komintern en la cual ofició de apparátchik estaliniano. Como tal, protagonizó la entrega de sus camaradas alemanes a la Gestapo de Hitler tras el pacto germano-soviético. Se asqueó de aquello. Probablemente, también de sí mismo. Escribió ese El cero y el infinito, cuyo título en inglés hablaba de una noche cerrada que es vista como luz de un claro mediodía. Se ganó la enemistad de todos. Y fue el resto de su vida ya un marginal. Pero su novela queda como el primer gran relato —y quizá el más pleno— de la lógica totalitaria: la realidad se fabrica a la medida; el pasado es rehecho en cada instante de presente.

Claro que, en 1940, Arthur Koestler tenía muchas cosas a la vista. Y aún más en la memoria. Al Bujarin cuya prisión, ajusticiamiento y borrado narra en su glacial novela. También, sin duda, una insignificante foto que es fiel microcosmos de la abyección a la cual Stalin abocó a sus viejos camaradas insurreccionales. De esa foto de 1920 hay dos versiones.

En la primera, Vladímir Uliánov, más conocido como Lenin, desde una artesanal tribuna de madera, arenga a la congregada audiencia. Tras él, un edificio palaciego. Al pie de la tribuna y a la derecha del espectador, es fácil distinguir la silueta uniformada de Lev Davídovitch Bronstein, alias Trotsky, por entonces comandante en jefe del Ejército Rojo. La foto no es que sea nada del otro mundo; tan sólo la épica iconografía común en esos años.

Pero el tiempo pasa. Un Lenin agonizante trata de apostar por el hombre de acción para sucederlo, en detrimento del burócrata Stalin. Muere antes de conseguirlo. Y Trotsky cosecha el odio eterno de quien va a concentrar en sus manos el poder más universal que haya, hasta entonces, conseguido un político. Y, antes de conseguir borrarlo del presente por mano del español Ramón Mercader, lo habrá borrado del pasado por arte del montaje fotográfico. En todas las reproducciones de esa foto mítica posteriores al exilio de Lev Davidóvitch en 1929, al pie de la tribuna desde la cual Lenin arenga y a la derecha del espectador, hay sólo un espacio vacío.

Todos cuantos nos fascinamos en su día ante esa reinvención visual de la historia reciente, la hemos reconocido anteayer en una foto oficial del gobierno socialista de Navarra. Está tomada en noviembre de 2019. Durante la reunión en la que se había de decidir la adjudicación del túnel de Belate, que es eje mayor de la corrupción sanchista. En la foto que figuraba en la web del Gobierno de María Chivite, un orondo Santos Cerdán sonríe, ufano, a la derecha del espectador. Nada del otro mundo; tan sólo, la pringosa autocomplacencia común a estos años.

Pero el tiempo pasa. Santos Cerdán está en la cárcel. Los jueces lo investigan como recaudador primero en un caso de corrupción majestuoso, que amenaza con culminar su marea alta en el Palacio de la Moncloa. En la web actual del mismo gobierno de la misma Chivite, la imagen permanece. Pero no es la misma. Una mano servicial cortó la foto, exactamente en el punto en el cual el ufano rostro del fámulo Cerdán exhibía sus exuberancias. Y el pasado fue rehecho. Cerdán nunca existió. Ni siquiera junto a Puigdemont. Y su jefe reinventó el pasado.