Miquel Giménez-Vozpópuli
- No se extrañe si el bar al que ha ido toda la vida esté cerrado y en la persiana haya un letrero que diga “Cerrado por defunción”
Cuando en mayo pasado supimos que se había suicidado el propietario de Bodegas Díaz Salazar, conocidísimo bar de mi Sevilla del alma, el corazón nos dio un vuelco. Estaba abierto hacía cien años, que se dice pronto. Cien años sirviendo a gente que buscaba en sus tapas y en sus caldos esa complicidad que predispone a la conversación entre amigos, a los chistes, al comentario deportivo, en suma, a eso que llamamos buena vecindad. Era el segundo propietario de bar que se quitaba la vida por no encontrar salida a la ruina que el confinamiento y la nula ayuda del gobierno le había condenado. Los forenses dictaminaron como causa de ambas muertes suicidio. No. El motivo fue la desesperación, la denegación de auxilio por parte de quienes se hacen ricos cobrando sueldos onerosos por no hacer nada, la falta de eficacia y empatía de los gobernantes, a los que les da igual que la hostelería se hunda. No les gustan los turistas. Recuerdo a Ada Colau celebrando las pintadas que se veían por toda Barcelona, porque cuando quieren los comunistas son activos, que decían “Tourist Go Home”. Hay que desarrollar otro modelo productivo, declaraban con cara de cartón aquellos que en su vida han trabajado.
El suicidio es, según datos oficiales, la primera causa de muerte no natural en esta España de nuevas normalidades y comités científicos evanescentes. Los virtuosos de la nada indican que mejor no hablar de ello, por lo del efecto cascada, pero no dicen nada respecto a los motivos que inducen a personas trabajadoras a colgarse de una soga o a descerrajarse un tiro en la boca. Hacen lo mismo que con las imágenes de las UCI. Mejor no verlas porque ojos que no ven, propaganda que te cuelan. Viven en su mundo alfombrado con nuestros impuestos y la realidad no les parece bien mostrarla a los españoles, no sea que éstos tomen conciencia y empiecen a decir que hasta aquí llegaron las aguas.
Los datos son fríos, pero les doy algunos. La hostelería, los restaurantes, los bares, los cafés, se juegan cincuenta y cinco mil millones este año y pueden cerrar este funesto ejercicio con más de un cuarenta por ciento menos de ingresos y el cierre de cuarenta mil locales. Lo dicen los representantes del gremio, Hostelería de España, asociación que engloba a más de trescientos mil establecimientos. ¿Saben cuántos puestos de trabajo se perderían? Más de un millón setecientos mil. Cocineros, camareros, personal de limpieza, proveedores, gente trabajadora que nada tiene que ver con esos oligopolios a los que este gobierno dice querer plantar cara.
Pero no son de datos de lo que les quería hablar. Es de la gente. De la que montó un bar con la esperanza de ganarse su pan decentemente con lo más bonito que existe: dar de comer bien a la gente. Gente que invirtió sus ahorros e incluso los de su familia, que se endeudó hasta las cejas, que no defraudó ni una hora de trabajo para salir adelante, teniendo que navegar entre normativas municipales y laborales creadas para ponerles todas las trabas del mundo. Y ahora se encuentran solos, cargados de facturas e impuestos que no pueden pagar, sin recursos, abandonados, abriendo a las siete de la mañana para, a mediodía, comprobar que la caja solo marca dieciocho euros.
Es un asesinato perpetrado a sangre fría, con premeditación. Es la condena a unos inocentes que solo cometieron el pecado de creer que el Estado estaba para protegerlos cuando pasase una emergencia nacional del calibre de esta que padecemos. Todos fuimos unos ilusos. Nadie se ocupa de ellos, ni de los autónomos, ni de consolar a las familias de quienes ven a su padre o a su madre llorar de rabia en silencio en un rincón del mostrador. El Gobierno, los gobiernos, dirán que ellos no son responsables, pero lo son. No han perdonado ni un euro de impuestos, al contrario, a los autónomos nos han subido las cuotas de cotización. No se nos ha perdonado ni un céntimo, se trabaje o no, se tenga abierto o cerrado. Esa impiedad, esa mirada gélida ante el desplome de millones de desempleados y de negocios en la ruina es monstruosa.
A ese cartel de “Cerrado por defunción” que, por desgracia, me temo que vamos a ver en muchas ocasiones, habría que añadir otro “Murió con el corazón destrozado y los bolsillos vacíos mientras un Falcon surcaba el cielo”. España está, por este y por muchos otros motivos, a punto de cerrar por defunción. De los mejores, me permito añadir.