Cristian Campos -El Español
Andan algunos medios americanos –la MSNBC, la ABC, la NBC, la CNBC y la CBS, entre otros– interrumpiendo las ruedas de prensa de Donald Trump. «No hay pruebas de nada de lo dicho por el presidente», dicen.
Y aquí tienen razón.
Y aquí dejan de ser periodistas para convertirse en fiscales, jueces y jurados de una denuncia que, delirante o no, aún no ha sido resuelta por los organismos competentes.
¿Quién le ha otorgado al periodismo ese poder? ¿En qué enmienda de la Constitución se consagra ese supuesto derecho del periodismo a juzgar en tiempo real acusaciones de este tipo? Porque una cosa es decir que no hay pruebas y otra muy diferente afirmar que la ausencia de pruebas es la prueba de ausencia.
Haya o no pruebas, sean falsas o verdaderas las acusaciones de Trump, estas televisiones no están haciendo periodismo. Porque los periodistas no tenemos derecho a interrumpir a un presidente. A no ser que nuestro objetivo no sea hacer periodismo, sino política.
Son las mismas cadenas que han permitido al Partido Demócrata hablar durante años de una supuesta «colusión» de Trump y las autoridades rusas en las elecciones de 2016 para robarle las elecciones a Hillary Clinton. Colusión de la que, cuatro años después, sigue sin haber pruebas. Hasta en el New York Times han acabado reconociendo que la colusión era «una fantasía seductora y conveniente».
¿Conveniente para quién? Para el New York Times, claro.
[El equivalente de esa obsesión en España serían las 169 portadas que el diario El País dedicó al expresidente de la Generalidad valenciana, Francisco Camps, por unos trajes que supuestamente probaban su corrupción, pero que en realidad se pagó él].
Son las mismas cadenas de televisión que dieron pábulo a todas las denuncias del movimiento Me Too. Algunas de ellas, con pruebas. La inmensa mayoría de ellas, sin un solo indicio de que lo denunciado fuera no ya cierto, sino simplemente verosímil.
Denuncias que en muchos casos ni siquiera llegaron a juicio, pero que le costaron muy caro a las víctimas. Que destruyeron vidas y empresas y reputaciones y familias. Todavía hay americanos ¡y hasta españoles! que creen que Woody Allen es un abusador. ¿Cuándo interrumpieron esas cadenas las denuncias falsas de Mia Farrow?
Son cadenas que no cortan a sus entrevistados cuando estos afirman que el sexo biológico es una construcción social. Y ese sí que es un caso juzgado y sentenciado por la biología. Hace decenas de miles de años, además.
O cuando alguien afirma, contradiciendo los datos oficiales del FBI, que la población americana negra está siendo masacrada por la América blanca racista. La realidad es que los blancos suelen morir asesinados a manos de blancos y los negros, a manos de negros, y que la probabilidad de que un blanco asesine a un negro es inferior incluso a la de que una mujer asesine a un hombre.
O cuando niegan que los movimientos antifa o BLM sean violentos.
O cuando informan sobre los atentados islamistas en Europa sin mencionar ni una sola vez las dos palabras clave: terrorista islámico. A la vista de un noticiario americano medio, los europeos tenemos la costumbre de morir decapitados de forma espontánea. Vamos caminando por la calle y, pam, se nos cae la cabeza al suelo. Cosas que nos pasan. Será el vino, el queso y la humedad.
Entiéndanme. No niego que Trump mienta. Trump hace afirmaciones extraordinarias –la de un robo no sólo masivo, sino planificado, de las elecciones– que requieren de pruebas extraordinarias. Pruebas de las que, de momento, no existe rastro alguno. Es una acusación tan grave que sólo puede acabar de dos maneras: o con un ridículo sideral de Trump o con el fin del Partido Demócrata.
Prueba de esa falta de pruebas es que el trumpismo ha adoptado como lema la frase «cree en el plan» (trust the plan). Es una frase que encierra no una, sino dos creencias. La primera es que hubo un fraude masivo y planificado en las elecciones del pasado 3 de noviembre. La segunda es que Trump tiene un plan para desenmascarlo.
Mucha fe es esa. Pero la fe es un lujo que no nos podemos permitir los periodistas. Y esa falta de fe debe aplicarse tanto a Donald Trump, como a Hillary Clinton, como a Mia Farrow, como a esos medios de prensa a los que no les basta ahora con ejercer de periodistas, sino que pretenden ser también jueces y verdugos.
Intuyo que el origen del problema está en el desconocimiento que muestran muchos periodistas acerca de qué es el periodismo. Y no hablo de esos que creen que el periodismo debe tener «una función social». Esos están muy perdidos, pero al menos son sinceros en sus intenciones. Ellos hacen activismo y punto.
Hablo de los que creen que retransmitir las declaraciones del presidente Trump es periodismo y que, por lo tanto, darles cancha en televisión equivale a mentir.
No, hombre, no. Las declaraciones del presidente no son periodismo, sino la harina, la leche y los huevos con los que luego haremos periodismo. La harina, la leche y los huevos no son gastronomía. Gastronomía es el pastel. Tampoco el cemento y los ladrillos son arquitectura ni el lienzo en blanco, arte.
Cortar la rueda de prensa de un presidente no es periodismo, sino mesianismo. Y lo es aún más si el presidente miente. Porque ningún periodista en su sano juicio perdería la oportunidad de dejar que el presidente de su país se metiera en el fango y retozara en él, a la vista de todos los ciudadanos. ¡Pero si nos está poniendo el gol a puerta vacía!
Los catalanes solemos decir «se me ha girado trabajo» cuando aparece de la nada, sin comerlo ni beberlo, una tarea inesperada. Así que se les ha girado trabajo a las televisiones si pretenden cortar a cualquier entrevistado que diga una mentira o haga una acusación sin pruebas que la sustenten.
Menudo departamento de fact-checking van a tener que contratar si pretenden contrastar, en tiempo real, todas las afirmaciones de sus entrevistados. Que vayan contratando jueces, además. No entiendo por qué la Justicia tarda semanas, a veces incluso meses o años, en juzgar determinados asuntos si un presentador de televisión te lo resuelve, pim-pam, en dos segundos.
¿Y qué hacemos entonces con ese Gobierno que dijo que las mascarillas no servían para nada, que el coronavirus no era más grave que una simple gripe, que un comité de expertos velaba por nuestra salud, que en España no habría más de algún caso diagnosticado, que la UE prohibía bajar el IVA de las mascarillas, que pedir tests en los aeropuertos no era útil ni necesario o que todos al 8M porque nos jugábamos «la vida»?
¿A ese Gobierno le interrumpimos o le dejamos que reincida? Porque lo de Trump, a fin de cuentas, es un asunto administrativo. Pero lo otro es un tema de salud pública. Vamos, que en España nos ha ido la vida en el envite. Literalmente. Y aún es hora de que interrumpamos a nadie.
La obligación de los periodistas no es evitar que los ciudadanos escuchen las mentiras de los políticos, sino demostrar que mienten.
Dicen que la función del periodismo no es publicar que Paco dice que llueve y que Pepe dice que hace sol, sino sacar la mano por la ventana y determinar quién está en lo cierto.
Pero es que aquí le hemos cortado la mano a Paco porque teníamos planeado un día de playa y su diagnóstico nos arruina el plan.
Además, aunque sólo sea por interés propio. ¿Con qué legitimidad nos quejamos de la censura del Ministerio de la Verdad de PSOE y Podemos si luego le aplicamos a nuestros gobernantes la censura periodística por el artículo 33 del reglamento del buen sectario? Qué rápido nos sale el fascista interior, ¿eh?
No somos dios, sólo periodistas. Conviene recordarlo de vez en cuando. Sobre todo cuando no es que no llegues a lo primero, sino que apenas llegas a lo segundo.