“Sin duda no es la primera vez que, entre nosotros, un hombre dispone de un poder sin límites, pero sí es la primera vez que se sirve de él sin límites” (Calígula, Albert Camus)
Cuenta Pío Baroja, en su novela de 1910 César o nada, la trayectoria de un personaje –César Moncada– que trasciende la figura maquiavélica del príncipe César Borgia, quien expresó respecto de sí mismo la idea de “aut Caesar, aut Nihil”.
Al parecer, don Pío tuvo intención de novelar la vida de César Borgia, pero renunció al sopesar el esfuerzo de documentación necesario para ello; sin embargo, aprovechando una breve estancia en Roma, decidió construir una historia análoga que se pudiera incardinar en la España de su época, tras la caótica situación de desórdenes públicos que acabó con el “gobierno largo” de Maura, marcó la llegada al Parlamento de la coalición de izquierdas liderada por Benito Pérez Galdós y dio entrada como diputado a Pablo Iglesias, fundador del Partido Socialista.
César Moncada, como trasunto de César Borgia, vive un tiempo en la Roma vaticana, cercano a su tío –cardenal de la Curia—con la finalidad de obtener contactos e influencias que le permitan dar un salto en la escala social y en la línea del poder. “La cuestión es encaramarse: luego habrá tiempo de ir cambiando”. Ese objetivo se materializa en la persona de Calixto García Guerrero, senador y cacique del pueblo imaginario de Castro Duro –“el Cánovas del distrito”, escribe Baroja— que le promete una brillante carrera política bajo su padrinazgo.
El brillo y el poder se hacen efectivos y Moncada casa con la hija del cacique y prospera a su sombra; pronto comienza a particularizar su poder, tratando de transformar la vida de Castro Duro al modo cesarista y ocupando un espacio político que acaba enfrentándole a los poderosos que lo promovieron, los cuales, finalmente, se deshacen de él de malos modos. “César o Nada”, acaba en Nada.
Tendencias autocráticas
Pero, ¿de qué hablamos cuando lo hacemos de cesarismo? Se trata de un término habitual en la literatura marxista para expresar una cierta evolución de un régimen político. Aunque Marx desprecia el término en Dieciocho de Brumario, Engels lo usa con referencia a Bismarck y Gramsci lo despliega y analiza como el ejercicio de una política personal autoritaria. En la actualidad, lo utilizamos para referirnos a las tendencias autocráticas de algunas democracias que van desde el abuso del “gobierno por decreto” a la utilización espuria de las fuerzas armadas, es decir, desde el cesarismo propiamente dicho al caudillismo.
Gramsci lo enmarca, cuando escribe que “el cesarismo expresa una situación en la que las fuerzas en competencia se equilibran de modo catastrófico… de forma que la continuación de la lucha sólo puede terminar con la destrucción recíproca”. No se refiere Gramsci al enfrentamiento con el adversario, sino al gaje de las alianzas y las tensiones que provoca el juego de intereses.
Nuestro César actual no es Borgia ni Moncada; pero sus equilibrios de poder con sus aliados tampoco llevan buen camino.
De una parte, el terremoto que se viene produciendo en Sumar, ha provocado el distanciamiento entre Narciso-Sánchez y Eco-Yolanda, llevando a la ninfa a buscar el castigo de su iluminado.
De otra parte, sus alianzas a dos bandas con el separatismo catalán –más empeñado en la destrucción mutua que en el apoyo al Cesar—también se tambalea a causa de la divergencia de intereses.
Y, en tercer lugar, la desubicación política del nacionalismo abertzale y las cesiones en Navarra, le acabarán enfrentando al aliado histórico de las vascongadas. César Borgia acabó solo y vencido, probablemente traicionado por sus propios socios, en la Barranca Salada, en la misma Navarra.
La destrucción recíproca de la que habla Gramsci está servida.
Y en estas circunstancias, ¿hasta dónde puede llegar Pedro Sánchez en su cesarismo? Si, como en el Calígula de Albert Camus, su siervo Helicón (Bolaños) no ha podido traerle la Luna que le está pidiendo el César; es decir no ha podido “hacer posible lo que no lo es”. Entonces ¿a qué estamos expuestos?
La respuesta la da Quereas en ese mismo drama de Camus: “Sin duda no es la primera vez que, entre nosotros, un hombre dispone de un poder sin límites, pero sí es la primera vez que se sirve de él sin límites”.
Con Calígula, en el drama de Camus, acaban los conjurados encabezados por el propio Quereas.
En el último de sus poemas, Los conjurados, Borges nos da la pista:
“En el centro de Europa están conspirando
(…)Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.
Han tomado la extraña decisión de ser razonables.
[…] en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
[…] Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético.”
Borges se refiere a Suiza y, proféticamente, al futuro de todo el Planeta; nosotros a la Europa de la que ahora esperamos la inspiración y el equilibrio.