César Rendueles (Gerona, 1975) da clases de Sociología en un escenario con estética pop revolucionaria de izquierda alternativa. Es uno de los filósofos de mayor éxito entre las nuevas generaciones. Sus ensayos mezclan la erudición de los clásicos marxistas con novelas de culto y vivencias personales de un padre de tres hijos. Rendueles ejerce la autocrítica de forma cordial –incluso afectuosa– pero implacable.
Pregunta.–Usted publicó un libro titulado Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital en 2013, en el que ya criticaba el «ciberfetichismo» y la fe ciega en la tecnología. ¿Sigue opinando lo mismo?
Respuesta.– Sigo siendo crítico con el utopismo tecnológico. Con el paso de los años se ha hecho más evidente que la utopía digital lo que nos está trayendo son grandes monopolios, precarización, y poco más. Los estudios críticos con el mundo digital se han ido generalizando. Centrar en la tecnología las esperanzas de mejora social es un error. Recuerdo un mítin de Zapatero cuando empezó la crisis en el que dijo: necesitamos menos ladrillo y más ordenadores. Como si la crisis no tuviera nada que ver con un entramado económico, político y social que se remonta al franquismo. Cerramos los ojos, pensamos en ordenadores, y todo resuelto.
P.–Comparaba usted las redes sociales con el Prozac, un medicamento antidepresivo.
R.–Usamos compulisivamente las redes sociales porque buscamos una salida a estas sociedades tan indivitualistas en las que vivimos. Pero es una solución muy limitada. Una falsa sensación de sociabilidad. Te parece que tienes un montón de vínculos, y realmente no es así. Son vínculos frágiles. Como una especie de muleta que te permite creer que tienes una vida social sólida. Crees que estás conectado con el mundo entero y en realidad te diriges a los que piensan como tú.
P.–También parece que las redes sacan lo peor de las personas.
R.– Hay contextos sociales en los que nos comportamos de manera que sería impensable en otros. Uno es la carretera, donde nos transformamos y hacemos y decimos cosas increíblemente agresivas y peligrosas. Otra son las redes sociales, donde se genera una hostilidad con personas con las que podrías tener un debate civilizado. Es interesante saber por qué.
P.– ¿Por qué?
R.– Porque nuestra capacidad para deliberar y discutir requiere ciertas condiciones. Hay un estudio que cito a menudo de una universidad norteamericana. Se trataba de ver cuáles eran los coches que generaban más hostilidad en la carretera, y eran los más caros, les pitaban y les insultaban más que a los baratos. Con una excepción: los descapotables. La mera interacción cara a cara, sin un cristal por medio, reduce la agresividad. Hay contextos institucionales más propicios que otros para la empatía y el respeto. Las redes son complicadas para esta interacción. Buscamos a gente que piense como nosotros o que piense lo contrario para insultarlos.
P.–¿Son un lugar adecuado para el debate político? Los políticos las usan mucho.
R.– Eso tiene que ver con la democracia de audiencias, donde se confunden los procesos deliberativos con las encuestas, y el debate con comprar argumentos en un supermercado de opiniones. Las redes sociales tal y como las conocemos hoy son muy malas para la deliberación política. Los políticos hacen política a golpe de tuit y eso es peligrosísimo. Necesitamos políticos que rindan cuentas de forma argumentada. La asamblea virtual es soberana y anónima, nadie responde de nada. La labor de mediación de los políticos, como la de los periodistas, es imprescindible.
P.– Las expresiones populistas que han aparecido en todo el mundo se basan en la relación directa de los políticos con los ciudadadanos. Como Trump.
R.– Sí, y por cierto,Trump se hizo famoso en la televisión, que es un medio tradicional. Soy partidario de dejar de usar la palabra populismo, porque está muy corrompida. Se está usando para describir reacciones muy distintas a la crisis económica y política. Me parece injusto y peligroso meter en el mismo saco a opciones populistas reaccionarias y xenófobas y a propuestas que denuncian el régimen anterior para tratar de profundizar en la democracia, la libertad y la igualdad. Quien no distingue entre ambas opciones, está renunciando a la interlocución con gente que comparte los marcos democráticos.
P.– Es usted uno de los inspiradores intelectuales de un partido populista como Podemos. ¿Qué opina de la evolución de su fuerza política?
R.– No soy partidista. El futuro de Podemos me da un poco igual. Lo que me importa es el cambio político en España. Quiero fuerzas transformadoras que hagan este país más igualitario. Si es Podemos, genial. Pero si es otra, bienvenida sea. Podemos se ha enfrentado a situaciones que pocas fuerzas políticas sortearían con éxito. Un escenario electoral imposible y una hiperexposición mediática que se ha utilizado por parte del partido, pero que ha tenido un coste brutal. El problema es que la apuesta de construir una gran mayoría social que incluyera a los perdedores de la crisis ha ido quedando de lado por la dinámica enfebrecida de los últimos años. Hemos vivido una ciclotimia política acelerada. De repente parecía que estábamos a las puertas de la revolución. Ahora se habla de derrota total. Seguramente tampoco es cierto. Hay fuerzas del cambio, sobre todo en ayuntamientos, que están demostrando que son capaces de gobernar, que no conducen a la anarquía, ni al caos.
P.– Igual es que confiaron en que la crisis del capitalismo acabaría con él. Su libro Capitalismo canalla tuvo mucho éxito.
R.– En realidad, no es un libro académico, es un panfleto –que es un género honorable– en el que intento movilizar las pasiones políticas. Creo que estamos en un momento en el que es necesario perder el miedo a decir que el capitalismo como modelo histórico conocido está agotado y que las alternativas son: una especie de ecofascismo aterrador distópico, o una salida más cooperativa por el lado bueno de la historia.
P.– ¿El lado bueno cuál es, el marxismo?
R.– Aunque uso modelos de análisis de tradición marxista, no me interesa nada reivindicar el marxismo como bandera identitaria. Me parece que lo importante es construir alternativas que la gente sienta que tienen que ver con su vida, que no sean sólo disputas ideológicas. Me parece esencial la crítica del consumismo, que no tiene sólo que ver con comprar mucho, sino con una forma de vida, nos condena a llevar vidas dañadas. Igual es un espejismo, pero desde el inicio de la crisis, hay una especie de impugnación del capitalismo muy vivencial. Gente que se ha dado cuenta de que la vida que vive es una mierda, una lucha permanente por comprar cosas que no necesita. Cada vez veo más personas jóvenes que deciden llevar otro tipo de vida basada en la cooperación, que se resiste a que el mercado defina qué trabajos son valiosos y cuáles no lo son. Por ejemplo, cuidar de tus hijos o de los mayores es un trabajo esencial, literalmente de vida o muerte, pero no lo consideramos así porque dejamos que el mercado decida por nosotros.
P.– Seguro que le han llamado naif muchas veces.
R.– Ese reproche se ha hecho siempre a las grandes transformaciones de la historia. Recuerdo un discurso de Churchill en 1945 en el que decía que la Sanidad pública universal era un experimento absurdo. Lo más ingenuo es pensar que no hay alternativa, que el modelo social y económico que se ha consolidado en los últimos cuarenta años es el fin de los tiempos.
P.– ¿Por qué si el modelo capitalista se ha agotado, como dice, lo que está en crisis es la socialdemocracia y la izquierda?
R.– La socialdemocracia fue incapaz de reinventarse para hacer frente a la crisis del modelo económico y social en el que estaba basado el Estado del bienestar. Lo que es inexcusable es que se rindiera y asumiera las políticas mercantilizadoras como un marco aceptable. Hay que recordar aquello que dijo Thatcher cuando le preguntaron por su legado: mi mejor obra ha sido Tony Blair. Tenemos que deshacer ese camino y defender que si bien el proyecto keynesiano no va a volver porque estaba basado en niveles brutales de crecimiento económico, no es verdad que la única alternativa sea la privatización.
P.– En España no se ha producido el cambio en las elecciones que ustedes auguraban.
R.– Desde la izquierda se infravalora la enorme habilidad e inteligencia política de la derecha para reconfigurarse y utilizar los recursos disponibles para mantener el poder. La izquierda peca muchas veces de soberbia intelectual. Creemos que tenemos la razón, y que eso es lo importante, cuando la política va de otra cosa. Me fascina cómo el PP ha conseguido normalizar socialmente la corrupción. O que cuele el discurso de la recuperación económica en un país en el que un tercio de los niños está en riesgo de pobreza y ha aumentado disparatadamente la desigualdad. Están transitando por una senda nihilista. Yo me quedo en palacio, y si hace falta hundo el país, vacío la caja de las pensiones, incremento la deuda hasta el 100% del PIB, permito que aumente la desigualdad, divido el país en dos…
P.– Tal y como usted lo plantea, ¿por qué tantos millones de españoles votan al PP?
R.– Es una pregunta importantísima y muy inquietante que desde la izquierda se ha eludido. No hemos hecho ningún esfuerzo por entender cómo piensan y cómo ven el mundo los votantes del PP. Muchas veces se los presenta como a gente ignorante o egoísta. Eso es no entender nada. Los votantes del PP son gente normal y corriente, ni mejor ni peor que nosotros, que siente que de alguna forma sus intereses materiales, pero también sociales o culturales se solapan en parte con los de las élites económicas y políticas. Si no somos capaces de ofrecer un proyecto alternativo, realista y atractivo, esas lealtades van a continuar. Hay que hacer un esfuerzo de empatía intelectual para saber por qué esa gente vota a quien vota. Tenemos que aprender a dirigirnos a gente que en principio no nos quiere escuchar.
P.– La crisis catalana está perjudicando a las formaciones de izquierda.
R.– El independentismo tiene un importante componente popular, que es lo que explica que haya crecido tanto desde el inicio de la crisis. El PP ha sido capaz de manipular el conflicto en su beneficio, alimentando el frentismo entre gente de Cataluña y el resto de España que, en realidad, tiene mucho que decirse. El resultado es un medioambiente político que premia a los hooligans. Quien ha desarrollado posturas responsables y conciliadoras ha pagado el pato en términos electorales, como Ada Colau. Aquí es clave la fractura generacional. Incluso dentro del PP mucha gente menor de 40 años es partidaria de un referéndum pactado. Y los votantes de izquierda de mayor edad tienden a estar más cerca del frentismo del PP.
P.– La percepción es que ustedes apoyaban a los independentistas, mientras surgía un movimiento ciudadano en defensa de la unidad de España.
R.– Nada contribuiría más a desatascar las cosas como que la izquierda consiguiera articular un proyecto de unionismo democrático y no nacionalista. Que defienda sin complejos tanto el derecho a decidir de los catalanes como la permanencia no impuesta de Cataluña en España. Se ridiculiza a los independentistas por pretender proclamar la independencia con el 50% en contra, pero tampoco parece sensato dejar las cosas como están con el 50% a favor.
P.– ¿Por qué la izquierda política e intelectual tiene alergia a la palabra España o a los símbolos nacionales, como la bandera?
R.–El otro día un historiador me explicaba que la construcción colectiva de la idea de España había sido exitosa hasta principios del siglo XX. En cualquier caso, eso se rompe con la Guerra Civil, cuando el bando fascista se apropia del concepto de España y lo convierte en una monstruosidad. Pero es verdad que la izquierda nos hemos comportado con una torpeza extraordinaria, regalando una herramienta ideológica importante.
P.– ¿Torpeza o falta de una idea tan clara de España como la que tienen PP y Ciudadanos?
R.– Somos muchos los que tenemos que repensar nuestras posiciones. Yo antes no hablaba de España, decía Estado español. Hemos de atrevernos a encontrar la forma de incorporar la idea de España a nuestro discurso sin que eso signifique conceder nada al nacionalismo español de derechas. Tenemos que construir una idea de España no nacionalista y antiautoritaria. Los símbolos importan. No podemos permitir que la derecha se apropie de algo que tiene una potencia simbólica tan grande. La izquierda tampoco tiene un discurso sobre la familia. Decimos cosas como que hay que destruirla porque es la semilla del patriarcado. Pero la gente no quiere destruir a la familia y por eso escucha a los que sí tienen algo que decir sobre la familia, que suelen ser argumentos reaccionarios y sexistas. Con la bandera pasa lo mismo. Mucha gente aspira a algún tipo de identidad colectiva y los únicos que se la están ofreciendo son los partidos de derechas.
Tiene 42 años, es doctor en Filosofía y fue profesor invitado en la Universidad de Columbia Dirigió durante ocho años proyectos culturales en el Círculo de Bellas Artes Autor de ‘Sociofobia: el cambio político en la era de la utopía digital’ y ‘Capitalismo canalla’.