Patxo Unzueta, EL PAÍS, 21/10/11
La retirada se debe a la eficacia policial y el rechazo a la negociación política
En La lista de Schindler, la película de Spielberg, hay un momento en el que alguien pregunta al protagonista: “Pero ¿usted qué pone?”. La pregunta está motivada por la evidencia de que el interpelado no pone ni el dinero ni el trabajo y sin embargo actúa como jefe de la fábrica que ha puesto en marcha. Oskar Schindler, o sea el actor Liam Neeson, hace un gesto amplio con las manos, como el de un abanico al abrirse, y dice: “La presentación”.
Brian Currin y las personalidades que ha reclutado para facilitar el fin de ETA han puesto la presentación: una forma de mostrar las cosas de la manera más favorable para la banda, proporcionándole un pretexto para aceptar lo que se le pedía. O si se prefiere: para que le fuera difícil rechazar eso que se esperaba que hiciera: abandonar el escenario.
No hay manuales que orienten sobre cómo se disuelve una organización terrorista. La banda de Baader-Meinhof lo hizo mediante un comunicado enviado por fax a una agencia de prensa seis años después de su último atentado; las Brigadas Rojas se deshilacharon en medio de grandes conflictos internos en la cárcel y fuera de ella; los poli-milis de ETA escenificaron en 1982 su renuncia quitándose las capuchas en una rueda de prensa celebrada en Francia. El IRA anunció varias veces su intención de entregar las armas antes de hacerlo tras un acuerdo pactado. Pero en todos los casos hay un elemento común: la prolongada eficacia policial en la detención de activistas. La retirada es una decisión de la organización, pero lo que decide a sus jefes a plantearse esa posibilidad son las continuas caídas, las cuales alimentan la sospecha (o paranoia) de la existencia de infiltrados en sus filas.
Otra característica común tanto de los procesos de disolución como de las escisiones con abandono de la violencia es que los motivos invocados suelen ser técnicos o de eficacia política, y no de rechazo moral del terrorismo. Las primeras escisiones de ETA —ETA-berri; ETA (VI)—, en los años sesenta del siglo pasado, se explicaron por la incompatibilidad entre la lucha armada y la “política de masas” que exigía la recién adoptada doctrina marxista. La separación de los poli-milis de ETA (militar), en 1974, fue por razones organizativas y de seguridad.
Incluso después del abandono de las armas, lo habitual es reivindicar su necesidad pasada. Es muy raro que esa renuncia sea simultánea a la crítica de la estrategia armada. En esto, tanto la ETA actual como los de Otegi siguen la tradición de sus antiguos rivales: “No nos arrepentimos de nada”, coreaban los poli-milis en la celebración de su autodisolución, en el otoño de 1982, en respuesta a la acusación de “arrepentidos” que lanzaban los “milis” contra ellos.
Así pues, el papel de los facilitadores (o especialistas en presentación de los hechos bajo un determinado prisma) puede resultar útil para el paso final, pero antes tiene que haber germinado entre al menos un sector del grupo y su entorno la convicción de que no les conviene proseguir la lucha armada; y esto depende sobre todo de la policía y los jueces. En el caso de ETA, la decadencia que ha conducido a la situación actual se inició hace una década. En 2000, primer año tras la ruptura de la tregua de Lizarra hubo 23 asesinatos, y 15 más en 2001, el año del atentado de las Torres Gemelas. El año siguiente fueron 5 muertos, y 3 en 2003, el año de la ilegalización de Batasuna.
Esa decadencia fue resultado a su vez de los éxitos policiales en la detención de comandos y el descubrimiento de zulos. Factor este último que suele ser importante en la desmoralización de los estrategas de la lucha armada: los poli-milis solo dieron el paso a la disolución tras la captura de un gran depósito de armas subterráneo perfectamente camuflado bajo un caserío del Valle de Asúa, cerca de Bilbao. El desfavorable balance entre detenidos y atentados (o entre presos y víctimas) fue el argumento de un grupo selecto de presos encabezado por el exjefe de ETA Francisco Múgica Garmendia, Pakito, para reclamar el abandono de la lucha armada a fines de 2004.
Para entonces ya se había producido la ilegalización de Batasuna, el otro factor decisivo para la dinámica que ahora culmina.
Fue una decisión no solo ajustada a derecho, como confirmaría el Tribunal Constitucional y avalaría el de Derechos Humanos de Estrasburgo en 2009, sino plenamente justificada como medida de defensa del sistema democrático. Pues se produjo tras un giro de ETA en la selección de víctimas que hacía imposible la competencia electoral en condiciones de igualdad. Entre las 623 personas asesinadas por ETA entre 1978, el año de aprobación de la Constitución, y 1995, sólo diez (menos del 2%) eran políticos o cargos públicos. De las 85 personas asesinadas en los diez años siguientes, una treintena, más de un tercio, fueron adversarios ideológicos: concejales, dirigentes de partidos, miembros de asociaciones cívicas. Ello era resultado de decisiones expresamente tomadas en esa época, en paralelo a la orientación dada al terrorismo callejero: contra sedes, propiedades y militantes de otros partidos. En septiembre de 2002, un comunicado de ETA declaraba “objetivos militares” a todas las sedes y actos políticos del PP y del PSOE. Era imposible mantener en la competición electoral a un partido, Batasuna, asociado a la banda que de esa manera trazaba una frontera entre concejales y otros cargos (o candidatos a serlo) amenazados y libres de amenaza. Resulta por ello llamativo que Brian Currin considerase en un artículo reciente “una aproximación desconcertante y vana” al problema la “prohibición” de Batasuna; y que se escandalizase de que “Madrid” presente a ETA como una banda criminal y terrorista” (Le Monde Diplomatic, junio de 2011). Ha sido la ilegalización, junto a la eficacia policial (305 detenidos entre 2008 y 2010) lo que ha puesto en marcha los mecanismos que han llevado a la declaración de ayer.
La ilegalización hizo aflorar la contradicción, latente desde la ruptura de la tregua de 2006, entre el brazo político y el militar del MLNV (Movimiento de Liberación Nacional Vasco). Un sector encabezado por Arnaldo Otegi llegó a la conclusión de que no habría legalización de la izquierda abertzale mientras ETA estuviera en activo; y algunos presos, como Txema Matanzas, que nunca accedería el Gobierno a una negociación política. La combinación entre ambas conclusiones condujo al debate interno en la izquierda abertzale que desembocó en una resolución mayoritariamente respaldada por las bases en la que se sostenía, contra el criterio permanente de ETA, que era posible alcanzar los objetivos políticos, la independencia, sin necesidad del recurso a la lucha armada (aunque con la salvedad, que repite sinuosamente el comunicado de ayer, de que ello es posible por “la lucha de largos años, que han creado esta oportunidad”). La lucha armada, que es la practicada por ellos.
Desde ese debate ha venido existiendo un pulso entre ETA y la exBatasuna, y seguramente también en el interior de cada una de ellas. Hay documentos recientes que indican que la dirección de ETA ha seguido resistiéndose a aceptar una retirada definitiva si no había contrapartidas políticas. Ahí han entrado los de Currin para hacer aprobar por la llamada Conferencia internacional de Paz una declaración a la que ETA no pudiera dejar de adherirse. Lo ha hecho sin incluir, excepto una mención muy genérica a “una solución justa y democrática al secular conflicto”, a la negociación política, sugerida en la declaración del lunes pasado. Básicamente es un planteamiento de retirada unilateral con un llamamiento a entablar conversaciones sobre los presos.
Este es ahora el problema principal: ETA rechaza disolverse sin dejar encauzado el tema de sus 700 presos y un número indefinido de activistas en el retiro. Seguramente piensa que su presencia latente es una garantía para que se aborde la cuestión; sin embargo, lo que más podría acelerar que ese tema resulte asumible por la democracia española, incluyendo una opinión pública contraria incluso al acercamiento a cárceles de Euskadi, según encuestas recientes, sería que el cese definitivo de las acciones armadas se convierta en disolución. Para evitar que aunque ya no mate, su presencia latente sea interpretada como elemento condicionante de ese diálogo que reclama, e incluso como factor de presión para ese “reconocimiento de Euskal Herria y respeto a la voluntad popular”, eufemismo de autodeterminación, que ahora no exige sino enuncia como un deseo o aspiración política.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 21/10/11