JON JUARISTI-ABC

  • Seguro que Iván Redondo, en estos tiempos y aun siendo de Donostia, le habría resultado a Sánchez más útil que Bolaños

Hoy, 20 de enero, San Sebastián, me acuerdo de aquella redondilla climática y barroca: «Glorioso San Sebastián,/ si en el invierno tan crudo/ te tienen así desnudo,/ en el verano, ¿qué harán?». Me enteré de quién fue San Sebastián leyendo ‘Fabiola’, la novela de aquel cardenal sevillano de estirpe irlandesa, Nicholas o Nicolás Wiseman (1802-1865), primer arzobispo católico de Westminster tras el cisma y gran catador de olorosos, como me contó el llorado Antonio Burgos en la Sevilla de otro cardenal y arzobispo, José María Bueno Monreal. A San Sebastián, como se recordará, los esbirros romanos lo asaetearon atado a un poste, dejándolo como un alfiletero, o sea, como un acerico (sinécdoque por alfiler o aguja, aceros en miniatura), pero San Sebastián no murió de eso. Una piadosa dama cristiana, Santa Irene de Roma, viuda de un tal Cástulo, funcionario martirizado (no por Irene, sino por su propio jefe, Diocleciano), lo recogió todavía con vida y se lo llevó a su casa. Allí le fue sacando las flechas una a una y desinfectando las heridas con vino de Falerno. Curó Sebastián, pero, contra los consejos de su salvadora, insistió en desafiar de nuevo a sus verdugos proclamando su fe en medio del Foro. Lo mataron de una paliza y tiraron su cuerpo a la Cloaca Máxima, de donde lo recuperó una vecina de Santa Irene, Santa Lucina (alucina, vecina), que le dio sepultura en una catacumba (¿dónde iba a ser, pues?).

Hoy los donostiarras montan, en honor a su patrón, la Tamborrada, que es como una batucada a la vasca, tipo militar sindicalista, algo así como una cosa intermedia entre el carnaval de Río y la rompida de Calanda que dejó sordo a Buñuel desde niño. El caso es que, con ocasión de la Tamborrada, me he acordado de aquel Iván Redondo que fue el negro de Sánchez durante tantos años. ¿Saldrá de incógnito, aporreando un barrilito de sidra como si fuera una piñata, en alguna de las cofradías menestrales de su ciudad natal, tan moñoña ella? ¿Dónde parará, Pachín, parará? ¿’Ubi sunt qui ante nos in mundo fuere’? Seguro que Redondo (Iván Redondo, no Nicolás Redondo Wiseman) le habría resultado de más utilidad a su antiguo ‘boss’ en este amargo trance con los indepes que el lorito Bolaños o la cotorrita Alegría de la Huerta, o incluso más que sus Luca Brasi turnantes, Chomin de Amorebieta y Óscar Puenting. Que conste que no me he acordado de ellos solo por lo de ‘in mundo’, aunque también.

Tristemente, en el drama de San Sebastián, que destacó como tribuno militar y llegó a senador, a Iván Redondo no le ha tocado el papel del santo epónimo: no ha tenido, al contrario que aquel, una segunda oportunidad. Se ha quedado en San Cástulo, víctima del mismo emperador del que fue chambelán. Entiéndase, no es que lo eche de menos, pero, comparado con Bolaños, Iván Redondo Bacaicoa era Kissinger.