- Podría concluir que es la vergüenza más alta en la que ha caído un político español –¿o un asalariado de la política en España?– desde 1978. Podría. ¿De qué sirve? Todo el mundo político y diplomático lo sabe. Incluidas las gentes de su partido
Tom Hagen no estuvo allí. Eso seguro. De ese tipo de cosas se ocupaba Lucca Brasi. O cualquiera de las bestias carniceras del Don Corleone de Coppola. Thomas Hagen, «Tom» para sus hermanastros, era otra cosa: un «florentino» consigliere del siglo XVI, de orígenes holandeses aunque motejado de «irlandés» por sus enemigos en la Little Italy neoyorquina del siglo XX. Crío huérfano, abandonado por genitores alcohólicos y recogido por el Padrino como un hijo más, al que no da su propio apellido porque es de honor respetar la sangre de los padres muertos.
No, no estuvo allí el consigliere, siempre discreto, elegante sin afectación, jurista al que jamás vieron sus enemigos alzar la voz en los momentos en los que vida y muerte están en juego. En ese amanecer en el que el productor de cine Jack Walz percibe una vaga humedad y un olor metálico en las sábanas de seda de su cama, y se despierta a medias, y, aun antes de acabar de ser consciente, percibe el vago terror de que algo horrible ha pasado. Tom Hagen, el majestuoso Robert Duvall en una de las más inolvidables interpretaciones de la historia del cine, está en Nueva York. Se ha marchado de Hollywood la noche antes, tras un diálogo tempestuoso en el que Waltz arrastró por los suelos el honor de un turbio ahijado de Don Corleone, tras negarle el papel protagonista en su película. Hagen-Duvall se levanta de la mesa: «Gracias por la cena: ha sido muy agradable. ¿Puede llevarme su coche al aeropuerto? Al Señor Corleone le gusta que lo informen inmediatamente». De colocar cabezas ensangrentadas de caballos de dos millones de dólares en la cama de un personaje reticente, se ocupa la fiel morralla. No Tom. A esas horas de la madrugada en las que los Lucca Brasi decapitan animales nobles, el consigliere está con seguridad descansando en su respetable casa de Manhattan.
No, José Luis Rodríguez Zapatero no estuvo allí. En la residencia del embajador español en Caracas. Seguro. No lo muestran presente las fotografías que los sórdidos hermanos, Delcy y Jorge Rodríguez, han exhibido a la prensa internacional: las de un septuagenario al cual se obliga a firmar, en territorio español, algo bastante peor que su pena de muerte. No es, esta vez, un precioso caballo de carreras lo que se le anuncia al hombre que tuvo la inelegancia de ganarle las elecciones a Maduro que podría ser decapitado. «Usted tiene aquí, en Venezuela, una hija… Pues eso». Pues eso. El consigliere de Maduro –su «príncipe», lo llama amorosamente Delcy–, a esas horas, seguro, tenía una blindada coartada. Hay una cuarta persona en el encuentro, por supuesto. Porque alguien tenía que abrir la puerta a los sicarios. Y hacerles de anfitrión. Y agasajarlos. Pero esas cosas, no existe consigliere, por más necio que sea, que no las deje en las manos del mugriento Brasi a quien se paga por cargar con tal engorro.
El presidente electo, ya humillado y desterrado, está ahora en España. Y el consigliere sigue teniendo el bastante poder como para impedir que el Gobierno español llame gánsteres a los gánsteres; como para impedir que el Gobierno español denuncie el golpe de Estado preventivo en Venezuela; como para afanarse en forzar que el Parlamento Europeo no interfiera; como para seguir acumulando, sobre sueldos oficiales, beneficios bolivarianos al contado.
Podría concluir que es la vergüenza más alta en la que ha caído un político español –¿o un asalariado de la política en España?– desde 1978. Podría. ¿De qué sirve? Todo el mundo político y diplomático lo sabe. Incluidas las gentes de su partido. Y nadie se plantea degradarlo de sus obscenas dignidades con cargo al presupuesto público. No, no es sólo una vergüenza. Es peor que eso.
Ayer, el Parlamento Europeo reconoció a Edmundo González Urrutia como presidente legítimo de Venezuela. Con el voto en contra de los socialistas. Por supuesto.