IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Los defensores del sector público se han convertido en sus peores enemigos porque carecen de idoneidad para dirigirlo

De los autores de la alta velocidad a cincuenta kilómetros por hora –tramo de la línea Madrid-Granada a su paso por Loja– y de la diligencia diésel de Extremadura llegan ahora los trenes que no caben por los túneles del trazado. No es bulo ni coña, ha sucedido en Cantabria con un pedido de treinta nuevas máquinas que sobrepasan el gálibo. Doscientos cincuenta y ocho millones tirados, los que valía el contrato. Simplemente alguien se equivocó al dar al fabricante las medidas del encargo olvidando que aún quedan pasadizos del siglo XIX en territorio cántabro. Esta fenomenal chapuza, digna de los antiguos tebeos, es el colofón provisional del caos en que la gestión sanchista ha sumido el tráfico ferroviario, uno de los escasos elementos de cohesión nacional que sobreviven a la fragmentación del Estado. Quienes han sido capaces de cargarse la eficacia del AVE, cuyos retrasos, averías y deficiencias de toda clase se han convertido en una desdichada constante, no iban a dejar indemnes las líneas regionales. Pero aun así este penúltimo desaguisado, en el que como es habitual nadie admite sus responsabilidades, reúne méritos de sobra para pasar a la antología del disparate.

A veces, obnubilados con el acendrado sectarismo de este Gobierno, tendemos a minusvalorar su incompetencia. Se dirá, y es cierto, que los desastres legislativos y administrativos obedecen a una devastadora mezcla de sesgo ideológico y torpeza. Sin embargo esta gente no sólo tiene la rara cualidad de empeorar con ineptitud práctica sus malas ideas, sino que se las apaña para estropear también las buenas. La célebre ley de Libertad Sexual, por ejemplo, mal nombrada del ‘sólo sí es sí’, contiene graves errores de serie, de planteamiento, pero lo que ha provocado la alarma social son sus catastróficos defectos técnicos que han dejado a un montón de violadores sueltos. El ingreso mínimo vital, de por sí discutible como concepto, pierde todo sentido si la incapacidad burocrática impide que llegue a los beneficiarios correctos. Las normas y decretos sanchistas vienen precedidos de farragosas y laberínticas exposiciones de motivos, llenas de retórica doctrinal, y luego resultan a menudo inaplicables por tachas formales o vicios jurídicos. Cientos de funcionarios eficientes se desesperan al sentirse desoídos por altos cargos sin experiencia ni profesionalidad ni currículum que han sido elevados a rango de autoridades por mero capricho.

La pifia de los trenes inservibles es sólo un símbolo más, aunque muy significativo, de este proceso de degradación de la política como servicio. Los defensores del sector público han acabado por erigirse en sus peores enemigos porque carecen de idoneidad para dirigirlo. La estructura del Estado se rige por complejos mecanismos cuyo manejo requiere algo más que puro arbitrio. Y al menos, un poco de pudor para evitar el ridículo.