Zakariae Cheddadi-El Correo
Doctor en Sociología por la UPV-EHU
- Enfangados en la crispación y la bronca, se renuncia a la gestión de lo que nos une
La filósofa alemana Hannah Arendt, seguramente inspirada por Platón, pero también motivada por los horrores del Holocausto judío, quiso dejar a la posteridad una visión bella de la política. Por eso, escribió ‘La promesa de la política’, un brillante ensayo de filosofía política en el que reivindica otra visión de ésta como un arte que compromete a lo mejor del ser humano en el servicio de lo común. Así, la política se transforma ontológicamente en una actividad de promoción y consecución del bien común de la sociedad.
Sin embargo, lejos nos queda aquella brillante disertación. El vil asesinato de Charlie Kirk en EE UU es un síntoma claro de la putrefacción del debate público. Hoy en día vivimos instalados en una política secuestrada por el frentismo, el sectarismo y la polarización afectiva. En efecto, las emociones políticas, un valor necesario para cualquier actividad humana, se articulan en base al miedo, a la ira, cuando no al odio al que se expresa como diferente. La política, lejos de ser una acción para la gestión de lo común, se ha convertido en una suerte de escenario del enfrentamiento constante. En este clima, los políticos, aquellos llamados a ser los pastores (custodiadores) del bien común, han convertido la actividad pública en un permanente duelo entre el nosotros y el ellos. Los unos dicen que los otros son los malos; ahora, estos últimos también siguen el mismo axioma, sosteniendo que ellos son los buenos y los otros son los verdaderos malos. De este modo, la prostitución del acto político no puede ser más indecente, puesto que es el de la palabra. Aquella que debería servir para comunicar, pero que, por estrategias partidistas, se ha transformado en aquello que sirve para acusar, difamar, calumniar y, en último extremo, mentir.
Mientras sucede esto, la política deja de fijarse en la gestión de la vida pública. Mientras estamos enfangados en la bronca y la crispación, la política se deprecia, porque renuncia a aquello por lo que fue creada: nada más y nada menos, que la gestión de lo que nos une. Y ¿qué es lo que nos une? Aquello que existe en sociedad: el sistema educativo y los problemas relativos al mismo como motor de ascensor social; la transformación del mercado laboral y los indecentes salarios que se pagan a los jóvenes; la vivienda y los problemas relativos al acceso a la misma; la gestión política de la cohesión y la integración social en una sociedad cada vez más multicultural, etc. Todos estos, y muchos más, son los ingredientes que conceden valor a la política. No la bronca malsonante de sus señorías que, por un puñado de votos, se muestran capaces de perjudicar la palabra como acción de comunicación política.
Viendo este panorama, no es de extrañar que, tal como dice el filósofo norteamericano Sandel, el bien común se haya convertido en una auténtica entelequia. Nadie, o poca gente, quiere saber nada de él. Sin embargo, el bien común es el combustible más importante de la actividad política, puesto que actúa como motor para la cohesión social. Sin éste, la solidaridad social corre el riesgo de evaporarse, dando pie al temido escenario del cinismo político. Una actitud sencillamente deplorable, porque se basa en la idea de que cada uno mira por lo suyo, triunfando, así, la actitud egoísta del ‘sálvese quien pueda’. Primero yo y mi familiar y luego, si acaso, mi comunidad étnica o nacional. Los demás no importan. Que en Gaza son asesinados diariamente niños, no importa en exceso, puesto que aquí no sucede. Que a un activista político conservador se le asesine, tampoco importa. Y así con todo.
Pero la política no es eso, o, al menos, no debería serlo. Por el simple hecho de que vivimos en sociedad, debemos exigir una política que emplee la razón para pensar y tomar decisiones, y no la irracionalidad dirigida racionalmente para buscar el mayor redito electoral. Ahora, mucho me temo que ello depende de crear incentivos diferentes a los actuales en cuanto al terreno de las emociones políticas. En definitiva, urge transformar los sentimientos políticos prevalentes de miedo, ira, asco y odio por otros diferentes, capaces de ilusionar, dar esperanza y movilizar para la consecución de un mundo mejor. Un mundo, por ejemplo, en el que ninguna persona se convierta en una ‘victima colateral’ de una guerra. Ahora la pelota está en el tejado de la clase política, la que debe, en todos los sentidos, ser la encargada de elevar el tono y el debate no solo del discurso político sino de la acción misma de la política.