Vayan desde aquí mis más sinceras condolencias a los ciudadanos que pretendan averiguar qué ha ocurrido este fin de semana en Chile leyendo la prensa española.
Como en el caso de la absolución de Kyle Rittenhouse, donde algunos periodistas españoles ni siquiera lograron acertar la raza de unos atacantes cuya foto aparecía en las portadas de todos los diarios estadounidenses, el español medio habrá sabido hoy que un ultraderechista, pinochetista y fundamentalista católico con oscuros parentescos nazis, José Antonio Kast, ha ganado la primera ronda de las elecciones presidenciales chilenas por delante de un moderado representante de la izquierda ilustrada que lee poesía y nueva narrativa latinoamericana, Gabriel Boric.
Los españoles no sabrán, por ejemplo, que el candidato nazi ha sido el candidato más votado en Israel. O que ha obtenido el 40% de los votos (más del triple que su rival Boric) en la región de la Araucanía, carcomida desde hace meses por el terrorismo indigenista mapuche, espoleado a su vez por el dinero de las mafias del narcoterrorismo que pretenden enseñorearse de la región.
Tampoco sabrá que la presidenta de la circense Convención Constitucional encargada de redactar una nueva Constitución es una extremista, la activista mapuche Elisa Loncón. Loncón suele anunciar en sus entrevistas que su país «no volverá a ser como antes», que es lo mismo que debió decir de Japón el piloto del Enola Gay antes de dejar caer a Little Boy. También defiende los mantras habituales de la extrema izquierda identitaria: la plurinacionalidad, el anticolonialismo, el antifascismo, la resistencia y el anticapitalismo.
Hace sólo una semana, durante una reunión en Madrid con constituyentes chilenos de centroderecha y derecha, uno de ellos nos dio un detalle a los allí presentes que recuerda a las costumbres del nacionalismo en Cataluña y el País Vasco: «La mayoría de extrema izquierda rechaza todas nuestras propuestas para la nueva Carta Magna, incluso las que sólo pretenden corregir sus faltas de ortografía«.
De su desesperación da fe el hecho de que estos constituyentes no veían ninguna posibilidad, ninguna, de que la Constitución que salga de esa Convención de exhibicionistas (uno de los asambleístas logró su puesto fingiendo un cáncer que no tenía), amateurs, lactantes del populismo y radicales sea mínimamente funcional. «A lo máximo que aspiramos es a que sea lo menos dañina posible». La resignación habitual del civilizado liberal frente a la barbarie del populista: confiar en que el bárbaro conocido actúe de forma levemente menos bárbara que el bárbaro por conocer.
Spoiler: el bárbaro populista siempre hace todo el daño que puede hacer, nunca un gramo menos, y si no hace más daño no es por magnanimidad o voluntad de acuerdo, sino por imposibilidad fáctica.
Tampoco sabrá este desdichado lector que navega al pairo de lo que le escriben los activistas de turno, dizque periodistas, que lo que se dilucidaba en esta primera vuelta de las presidenciales no era tanto el futuro rumbo del país (puesto que el presidente palidece hoy frente al poder de un Congreso que se ha apoderado, no siempre a las buenas, de muchas de sus potestades) como cuál es el equilibrio de fuerzas entre las dos tendencias dominantes hoy en Chile: la de la restauración del orden económico y social (Kast) o la de la profundización en una deriva populista (Boric) que convierta el país en un satélite de ese sexteto calavera formado por Cuba, Méjico, Venezuela, Argentina, Bolivia y Perú. Miren un mapa: ahí está Chile, rodeado de enemigos que le quieren mal y le odian bien.
Durante la mencionada reunión en Madrid con constituyentes chilenos, las preguntas de la media docena de españoles allí presentes (periodistas y algún que otro político) eran todas la misma. ¿Cómo ha podido degradarse tan rápidamente, en sólo dos años, el país más próspero, más libre y menos populista de toda Hispanoamérica a partir de una revuelta violenta provocada por el más estúpido de los pretextos: el precio del transporte público?
Los motivos que daban esos diputados eran dos. La falta de instituciones ancla capaces de frenar una deriva hacia el guerracivilismo, que en el caso de España serían la Corona y la Unión Europea. Y la escasa cultura del ciudadano chileno medio, que esos diputados consideraban muy inferior a la de los españoles.
Algún periodista y yo nos miramos con pavor. Un solo ejemplo. Este fin de semana, Pablo Iglesias, es cierto que fracasado con honores y expulsado de la política por Isabel Díaz Ayuso, pero con una vicepresidencia en el currículo, le recomendaba en Twitter a la presidenta de la Asociación Profesional de la Magistratura aprender un poco de Derecho con una serie de Netflix. Luego le ordenaba «relajarse» y le lanzaba el emoticono de un beso, como un gañán de autos de choque al paso de las niñas.
Puede que España disponga de ese seguro que son la Corona y la UE (yo añadiría el Poder Judicial y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado), pero no hay país capaz de salir indemne de un presidente capaz de pactar un Gobierno con orgullosos ignorantes como este Iglesias que aprende derecho con The Good Fight, neurocirugía con Anatomía de Grey y astrofísica con La guerra de las galaxias.
Pero el detalle verdaderamente relevante lo dieron estos diputados chilenos ya casi al final de la charla. Durante una reunión privada con los directivos de las multinacionales españolas con inversiones millonarias en Chile (el IBEX, para entendernos), estos les confesaron, como gallinas enamoradas de las promesas del zorro, su «ilusión y esperanza» por el proceso constitucional que se está desarrollando en el país.
Y ahí nos volvimos a mirar todos los españoles presentes en la reunión y en el ambiente flotó un pensamiento único: «Después de Chile vamos nosotros».