Fernando R. La Fuente, ABC 04/01/13
«Pocas citas de Marx, Engels, Lenin, Stalin o Mao podrán argüir, o justificarán, el camino hacia el capitalismo, con rostro chino si cabe o existe, emprendido por Deng Xiaoping a comienzos de la década de los años ochenta del siglo pasado y que dieron al país un crecimiento económico, y por ende, social, de dos dígitos durante decenios»
EL reciente, y polémico, premio Nobel de Literatura, el escritor chino Mo Yan, le confiesa a Paula Izquierdo en una entrevista publicada en la entrega de diciembre de Revistade Occidente: «(la entrevista) me ha permitido darme cuenta de que no hay tantas diferencias culturales entre nosotros; nos preocupan las mismas cosas». Si esto es así, y puede que así sea, al menos entre un número creciente de ciudadanos chinos, el descomunal reto al que se enfrentan los nuevos dirigentes, la «quinta generación», es cómo dormir, bajo el marco de hierro del poder omnímodo que ejerce el Partido Comunista Chino, ese anhelo de libertad que lenta e inexorablemente se extiende entre la población. De manera particular, claro está, en los mayores núcleos urbanos: Shanghai, Guangzhou, Beijing, Chengdu. Al PCCh le queda una estructura brutal que controla hasta el último resquicio de las instituciones públicas y buena parte de la sociedad civil. Sin embargo, pocas citas de Marx, Engels, Lenin, Stalin o Mao podrán argüir, o justificarán, el camino hacia el capitalismo, con rostro chino si cabe o existe, emprendido por Deng Xiaoping a comienzos de la década de los años ochenta del siglo pasado y que dieron al país un crecimiento económico, y por ende, social, de dos dígitos durante decenios. Y he ahí la gran cuestión que se le plantea a una maquinaria de poder implacable, y por lo que se ve desideologizada, pragmática y, al tiempo, represora.
China, a diferencia de la extinta Unión Soviética, comenzó la modernización por la economía; una controlada liberalización económica, junto a un férreo control social y político. Y tal vez habría funcionado si no hubiera surgido, además, el fenómeno globalizador hacia finales del siglo: Internet, teléfonos móviles, constante intercambio comercial y presencia creciente de extranjeros en sus empresas, presentan un escenario anómalo para las primeras intenciones del régimen. Ante tales amenazas de desestabilización —ya en el informe Global Trends 2030, del Consejo Nacional de Inteligencia norteamericano, de hace apenas unas semanas, se señala que China podría convertirse en el motor de la economía mundial, frente a un profundo deterioro de Occidente—, el enroque del PCCh podría ser un retorno no ya al canon comunista (las comunas en las fábricas y empresas), sino hacia el nacionalismo y las esencias ancestrales, conscientes de que sería la única ideología, si lo es, que mantendría unida la nación y su vasto territorio. Y todo volvería al principio porque el 1 de octubre de 1949, Mao Zedong proclamó en Tiananmenn, ante la majestuosa Ciudad Prohibida de los emperadores Ming y Qing, la República Popular China con estas palabras: «Hoy, China es una, entera y en pie».
Un llamamiento profundamente nacionalista. Una, porque había terminado la Guerra Civil que enfrentó al Partido Comunista con el Koumingtang de Chian-Kai-Chek; entera, porque ya no habría concesiones extranjeras en su territorio, ni japoneses en Manchuria, ni ingleses, franceses y norteamericanos en Shanghai, ni alemanes en Qiandong, ni franceses en Kunming; y en pie, porque el orgullo del antiguo Imperio del Centro se levantaba de nuevo ahora, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, ante las grandes potencias colonialistas. Dos años antes, el Imperio británico, a exigencias de Estados Unidos, había concedido la independencia de la India. Desde ese octubre de 1949 la construcción del socialismo en China se traduce, como había sucedido en la URSS, en un nacionalismo totalitario que tiene en el Partido Comunista, en sus cuadros y en sus largas bifurcaciones sociales, el eje vertebrador de la nueva sociedad. Los sucesos que vendrán después, hoy comprendidos como feroces luchas de poder dentro del propio Partido —el reciente libro de Richard McGregor, Elpartido. Los secretos delos lídereschinos (Turner), ilustra de manera precisa y soberbia los oscurísimos laberintos del poder chino—, marcarían la segunda mitad del siglo XX entre la población (Gran Salto Adelante, Revolución Cultural y apertura —«kaige»— económica). Ahora se encuentran ante una nueva encrucijada, y no hay que descartar la apelación, ante una supuesta descomposición del Partido y de la nación, al nacionalismo.
El peligro que todos temen, comunistas, o lo que sean, y demócratas, los que haya, es la desvertebración de su territorio. La sombra de la Historia propia también pesa allí, y este temor es la gran metáfora que explica, y se cierne, sobre el presente, con todos los factores en juego: la corrupción de miembros del Partido y cargos públicos, la inevitable emigración de las zonas rurales a las grandes urbes —magistralmente contado por Liao Yiwu en El paseante de cadáveres. Retratos de la China profunda, (Sexto Piso)—; la irrupción de una nueva clase social (en el supuesto sistema que abolió las clases) al socaire de los grandes negocios proporcionados por su posición, precisamente, en el Partido; la violenta represión de la libertad de expresión y la constante persecución de disidentes y de las minorías tibetanas y uigures (musulmanes). Sin embargo, desde Occidente cada uno ve la China que quiere ver y así lo recuerda la irónica apostilla de la obra teatral UbuRey, de Alfred Jarry: «La acción transcurre en China, es decir, en ninguna parte…» o en todas.
¿Caerá el Partido? ¿Se dará una presión social que lo haga caer o caerá solo y desde dentro? Pocas naciones son más orgullosas de ellas mismas que la antigua y poderosa China, el Imperio del Centro, de ahí que al Emperador se le denominase Hijo del Cielo. El régimen comunista ha logrado en todos esos años lo contrario de lo que su ideología alentaba: el más radical e inquietante de los nacionalismos. Y, por ahí camina el futuro más inmediato de China, si China no se rompe, ni se humilla, ni se desmorona al caer lo que hoy sujeta al Estado, el Partido Comunista, será porque un ambicioso nacionalismo vendrá a sustituirlo, si es que no se ha instalado ya, sea bajo las máscaras sombrías de la hoz y el martillo, sea bajo una urgente recuperación de las idiosincrasias supuestamente eternas, y entonces bueno será recordar al hoy clásico estudio de Alain Peyrefitte, Cuando China despierte, porque las cosas comenzarán a tomar otros rumbos, tan imprevisibles hoy como inquietantes mañana.
Fernando R. La Fuente, ABC 04/01/13