ABC 29/03/17
DAVID GISTAU
· Hasta para los refrescos hay una posibilidad de gulag
EMPIEZAN a adquirir envergadura de volumen los folios debidos a las extravagancias de Podemos. Hoy, en esa sección podemita que podríamos llamar «Gente atrapada en el siglo XX a la que no sabemos cómo decir que se cayó el Muro (Goodbye Lenin)», trataremos la petición de que la Coca-Cola sea expulsada del Senado, recordatorio de que hasta para los refrescos hay una posibilidad de gulag. Si la hay para los refrescos, imaginen para toreros, burgueses liberales, letrados en Cortes y carrileros del Real Betis Balompié.
Dos cosas no entiendo. La primera: cómo es posible asumir la defensa de unos trabajadores boicoteando el producto del cual viven. Esa paradoja debería explicármela alguien porque, si de lo que se trata es de aliviar las penurias de los trabajadores de la Coca-Cola, lo que deberían hacer los podemitas es fomentar el consumo, fotografiarse bebiendo latas, arrojarse de cabeza a marmitas con burbujas como la de la poción de Obélix. Ah, pero lo impide el cliché: el brebaje imperialista, la pócima de Satanás. Menos contradicciones se cometen con la Mecca-Cola, la Tropi-Cola y los lubricantes de coche con los que se emborrachan en Siberia.
La otra cosa que no entiendo es cómo se atreve cualquier comunista a atacar a la Coca-Cola después de la derrota sufrida ante «Uno, dos, tres», la película de Billy Wilder sobre la Guerra Fría que, entre otros muchos aforismos geniales, contiene ése, tan «gauche-divine», tan «marxismo-rococó», acerca del muchacho que ya decidirá si de mayor prefiere ser «un capitalista o un comunista rico». Wilder y su equipo rodaron la película tan apegados al lugar y al momento histórico que les levantaron el Muro, de un día para otro, mientras estaban allí. De hecho, algunas escenas que iban a rodarse en la Puerta de Brandenburgo tuvieron que ser alteradas cuando ésta amaneció sellada. Como siempre con Wilder, el guión era al mismo tiempo paródico y autoparódico. Judío austriaco refugiado en USA que perdió a su madre en Auschwitz, se reía hasta de la complicidad social con los nazis en una sociedad sin desnazificar del todo: ese asistente que chocaba tacones pero decía no haberse enterado de nada porque trabajaba en el Metro. Los dos bandos de aquel mundo bipolar de la Guerra Fría salían malparados en el baño de corrosión, hasta el punto de fomentar con sorna la superstición de que la Coca-Cola era una herramienta contaminante de la que era necesario preservar a los buenos comunistas para que no los hechizara el capitalismo con sus trampas hedonistas de la abundancia que volvían flojos a los militantes. Qué curioso que esta comedia tan desaforada de Wilder preludiara al final una imagen menos poderosa que la de la caída del Muro, pero igual de significativa del colapso soviético: la apertura en la Plaza Roja del primer McDonald’s.
Los podemitas siguen combatiendo la CocaCola con un anacronismo comparable al del soldado japonés que, perdido en su isla, no fue avisado de que la guerra del Pacífico había terminado.