Luis Ventoso-ABC

  • El país donde no se sancionan las derrotas electorales

Uno de los muchos aspectos admirables de las democracias anglosajonas es el respeto por las decisiones del pueblo en las urnas, que se traduce en que aquel candidato que cae derrotado, sea de derecha o izquierda, en unas horas está en su casa en pantuflas, retirado de la cosa pública. No hay repescas ni chanchullos partidistas para seguir chupando de la piragua. Los aspirantes a la Presidencia de EE.UU. que pierden no vuelven a gozar de una segunda oportunidad al frente de sus partidos (así ocurrió, por citar solo algunos casos, con los inmediatamente olvidados Mondale, Dukakis, Bob Dole, Al Gore o la propia Clinton). En el Reino Unido, igual. Cameron perdió su desdichado referéndum del Brexit y a la

mañana siguiente ya estaba frente a la puerta del Número 10 presentando su dimisión como primer ministro. El liberal Nick Clegg era probablemente el político de mejor cabeza de su generación. Pero un día engañó al pueblo -prometió que jamás subiría las tasas universitarias y al tocar poder lo hizo- y su estrella se eclipsó para siempre, porque allí las trolas al respetable no se perdonan (Sánchez no duraría diez minutos en la política inglesa). Tras perder su escaño, Clegg se ha buscado la vida haciéndose de oro como alto ejecutivo de Zuckerberg.

Salvo honrosas excepciones, como la de Rivera, que tuvo el decoro de largarse al instante tras su descalabro, lo que se estila en España es lo contrario: atornillarse al cargo, porque de algo hay que vivir, y cegar el paso a otras personas tal vez de más valía. Un ejemplo jetudo de este enroque lo ha dado el candidato de Podemos en Galicia, Antón Gómez-Reino. Hijo de una familia bien coruñesa y estudiante discreto, tras hacerse técnico de laboratorio tuvo una epifanía izquierdista y se incorporó al movimiento pancartero multi-causa: el Prestige, el «No a la Guerra», los desahucios… En el alegre mundo del turismo antiglobalización conoció a un tal Iglesias Turrión e hicieron buenas migas en excursiones por Chiapas y Europa. A partir de ahí, Gómez-Reino se mete en las Mareas gallegas, que a su vez se asocian con Podemos, y en 2016 acaba de diputado en Madrid con 37 años, accediendo a unos emolumentos novedosos para él. Llegadas las elecciones gallegas de este año, Iglesias lo envía como candidato de Podemos en Galicia. Gómez-Reino, emocionado con su enorme vocación gallega, anuncia que «Madrid se ha acabado para mí», que se volcará en su tierra. Durante la campaña suelta el habitual saco de tópicos («estamos viendo que en Galicia existe una clara alternativa progresista a Feijóo»). Pero surge un problema: las urnas. Los gallegos votan libremente y resulta que el gran Reino palma nueve escaños, se deja el 87% de los votos que tenía su marca y se queda con la casilla a cero. Goleada de escándalo. ¿Y qué hace? ¿Abandona la política al ver que el pueblo no lo quiere ni en pintura? ¡Qué va! Aparca su emotiva vocación por Galicia y retoma tan ancho su escaño en Madrid, porque en ningún sitio le van a pagar lo que allí cobra.

Y así se va escribiendo la linda historia de la Nueva Política, la regeneración democrática podemita y la lucha contra los vicios de la execrable «casta». ¿Qué empresa le pagaría a Irene Montero lo que cobra de ministra?