Hoy sabemos que el terrorismo islamista se funda en la creencia de que la sociedad debe gobernarse por una voluntad de Dios impermeable a la popular. Sabemos también que el nacionalismo etnicista invoca como fuente del poder una voluntad del Pueblo ajena al principio de ciudadanía, otro dios en definitiva. La Ilustración tiene más vigencia que nunca.
En estos días han coincidido en atraer la atención mediática dos personajes que comparten la convicción en los principios de la Ilustración, pero con posturas opuestas acerca del modo de aplicar esos principios. Hace ahora dos siglos, el ilustrado vasco Cosme Churruca moría heroicamente en Trafalgar sirviendo a un monarca absolutista y siendo dirigido en la batalla por un almirante francés al que tenía por incompetente. Ése fue su destino.
Debemos a la Ilustración haber dado un paso de gigante en la separación entre política y religión. Los ilustrados se esforzaron por crear un espacio civil donde la ciencia, la tecnología y la economía no dependiesen ya de los dioses ni de quienes hablaban en su nombre, fuesen papas o tiranos. Hoy sabemos cuál era el dilema al que habían de enfrentarse: o servir al poder ejercido en nombre del Dios único o reclamar la nación en nombre de la soberanía popular.
Los ilustrados franceses e ingleses pertenecían a una clase poderosa y en ascenso: la burguesía. Cuando chocaron con la barrera del poder fueron encarcelados o exilados. Y finalmente quedaron desplazados por los revolucionarios que cortaron por la calle del medio y por el cuello a las testas coronadas.
Los ilustrados españoles, entre ellos el vasco Churruca y antes los Caballeritos de Azkoitia, no integraban una clase social dispuesta para la revolución. Su oportunidad política se la brindaba el servicio a la Administración de unos reyes ilustrados… que buscaban la alianza con los nobles y clérigos más reaccionarios. Así Churruca, que bien pudo compartir los conciertos de Boccherini en la cámara del capitán Jack Aubrey de Master and Commander, se encontró trabajando al servicio de un rey que no se merecía, y entró en una batalla en la que no creía, pronunciando una sentencia heroica: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto».
Giovanni Sartori, en su discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias, ha tratado aparentemente de otros temas, pero nos ha recordado que la democracia no es posible sin la separación de la religión y la política, es decir, sin una sociedad laica donde el poder político resida en la soberanía popular, entendida como voluntad de los ciudadanos expresada en las reglas democráticas. Hoy sabemos que la amenaza del terrorismo islamista se funda en la creencia de que la sociedad debe ser gobernada por una voluntad de Dios impermeable a la voluntad popular. Y, en nuestra casa, sabemos también que el nacionalismo etnicista invoca como fuente del poder una voluntad del Pueblo ajena al principio de ciudadanía, otro dios en definitiva.
La Ilustración sigue teniendo hoy más vigencia que nunca. Por lo tanto, no deberíamos volver a cometer los mismos errores que aquellos ilustrados que nos precedieron.
Ainhoa Peñaflorida, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 26/10/2005